Alá es grande

Mis valedores: Bagdad. No el Bagdad que hoy sangra por todas las venas de todos sus defensores frente a la invasión genocida del terrorista mayor, sino el mítico Bagdad de Las mil y una noches. Como la noche de hoy.

Una luna bermeja se alza sobre ese horizonte de techos, columnas, mezquitas y minaretes donde cada día se pregona en falsete que Alá es grande y Mahoma su profeta. Acá, tras de cortinas y celosías, una parlanchína Sherezada y un Shariar embelecado engendran uno más de los relatos de Las mil y una noches. Bagdad.

– Grande es Alá. Mi señor: esta vez has de escuchar, para que te cuides de levantiscos y reformadores, un relato más o menos apócrifo, el del reino que se convirtió en democracia

– Achis, achis. Cuenta, mujer, y que la muerte que te he asignado se aplace una noche más.

Ahí la fabulosa fabulista «Has de saber, mi señor, que hubo un reino de encantamiento extraviado entre saharas, oasis, camellos y caravanas que a lo sonámbulo cruzan dunas y espejismos; un país cuyos habitantes padecían la opresión y represión del corrompido Boabdal el execrado por sus subditos. Pero Alá es grande. Cierto día repentino simún del desierto, un Sanín de oficio ladrón, atraído al aroma de los reales tesoros, cimitarra en alto penetró con los suyos en la entraña de la ciudad, rastrillando con su acero clamores de fuego y sangre. Los facinerosos derribaron el portón del palacio, sometieron a la guardia real y violaron, por principio de cuentas, las arcas reales. Unas arcas que resultaron vacías. ¿No te estará resultando enfadoso mi relato? Sigo, pues.

Rabioso, desencantado, Sanín trepó a lo alto del palacio, y maldecía al sultán. «Qué botín, decíase; un palacio que se cae de vetusto, unas arcas exhaustas, y en la plaza una chusma famélica y a punto de la revuelta popular. Más hubiese ganado con haber perdido». Ordenó prender fuego al palacio con todo y Boabdal, ministros y cientos de concubinas, y tornar al desierto. Pero quién pudiese columbrar los designios de Alá…

Que un vocerío lo inquietó, cuenta el relato apócrifo, y fue que, cercado de cimitarras, cierto sombrío personaje fue conducido ante Sanín. Sí, un tal Chira, el gran visir, el poder tras el trono y verdadero causante de la ruina del reino, al que infectó e infestó de su propia corrupción en el manejo de los negocios públicos. ¿Vas tomando nota, mi señor?

Habiéndolo reconocido, Sanín ordenó que, como acto previo a la muerte, fuese minuciosamente torturado. Este personaje, como todo corrupto, era histrión, ladino y de gran poder de convencimiento. Pidió hablar con Sanín a solas, y ya frente a él le imploró la gracia de la vida A cambio, prometió enriquecer al facineroso en el tanto de pocos meses.

– ¿Con un reino así de empobrecido? Imposible. Prepárate a morir.

Chira le habló a media voz. Ya con el sol en declive los vieron volver con los rostros risueños. ¿Quieres que suspenda mi relato, señor..?

Shariar, intrigado, la instó a continuar. Y sí, según las susodicha Sanín el nómada, ya con el corrupto de consejero, mandó abrir las puertas palaciegas a los famélicos de la plaza, con una única prohibición: que no se tocaran los comercios ni el patrimonio de los dueños del dinero. Ahí mismo, entretanto, a medio patio y a la vista de la chusma se escenificó un juicio popular contra Boabdal el tirano, el corrompido Boabdal. La sentencia no había delito qué perseguir. Ni para él ni para hijos, concubinas y validos que a balidos habían constituido su corte de aduladores. Boabdal y los suyos, libres. Pero más allá del juicio popular, las trojes del palacio seguían abiertas para la chusma «Promete elecciones libres, y que el pueblo elija a su gobernante», aconsejó Chira «Nunca ¿Entregar el poder al demagogo?» «No vas a entregárselo, que el imperio vecino y los del dinero te apoyan».

El demagogo: era ese el mesías de las masas, su bienamado santón, la esperanza que ahora sí, el turno sería de los desprotegidos de siempre. Chira trazó la estrategia de la campaña «¡Seremos respetuosos con el orden establecido!» Pues sí, pero en calles y plazas públicas, las masas: «El poder al pueblo! ¡El pueblo al poder! ¡Viva nuestro libertador!» Malo. Chira entonces: «Las dádivas doblegan voluntades». Y rápido, a improvisar limosnas que ora se apodaban «Solidaridad» y ora aparecían con el mote de «Oportunidades«. Todo con tal de opacar la popularidad del santón. Y así, restos de miel, grano y dátiles fueron a dar a las manos extendidas del pobrerío. Chira complementó la estrategia «Satanizar al mesías de populista, demagogo, desestabilizador y un peligro par la democracia». Pero la chusma de los vivas, las hurras, los chiquitibunes. «¡Viva nuestro libertador!» ¿Vas tomando nota? (Esto, mi señor, sigue mañana)_

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