Y aquel suspirar…

Esta vez la nostalgia, que casi siempre ataca a traición. Yo ayer tarde, ya al parpadear, cargaba encima una tristecilla sin desflemar, una sensación de errabundaje, de falta de arraigo, que algunos cargamos a flor de piel. Fui entonces a mi vetusto archivo  y de manos a asombro me di con  aquellas fotos que  ya comenzaban a tomar el color ocre amarillento que dan los años, y leí deslavadas dedicatorias donde se añadían el rizo color  castaño y aquel “te amo”, y aquel “recuerdo”, y el «no-me-olvides», y el juramento de fidelidad, con  la foto minúscula en el guardapelo y la fecha de hace carretadas de tiempos, pero lástima: la vista de aquellas fotos me agravó la tristura, la melancolía; la pinción, como allá decimos. La contemplación de las fotos me agravó la tristura. Porque la soledad en ocasiones es muy mala consejera, y qué hacer.

Tomé entonces los papelillos donde apuntaba las señas telefónicas, traté de establecer contacto con alguna de las antiguas compañeras de proyectos comunes, y planes, y castillos en el aire, edificaciones casi siempre color de rosa (rosa mexicana), pero no pude dar con el Simón Cirineo femenino que me ayudase a cargar el madero de las tristuras. Aquella jovencísima de aquel entonces, al contestar el teléfono, comenzó a hablarme de su runfla de nietos, diablillos con rostro de ángeles, y de otra más me dijeron que ya no vivía ahí, y de otra, que ya había muerto, válgame, sea por Dior.

Guardé entonces mi archivo personal (una caja de cartón), pero lástima; la tristura, por descascarármela, más se me había clavado entre cuero y carne, y qué hacer. Y es que ahí fui a toparme con la foto desleída de los viejos amores, con todo y sus marchitos pétalos de alhelí, sus rizos castaños, las misivas donde se invaden terrenos de Dios o del infinito: “Te amaré siempre, siempre. Nunca, nunca te he de olvidar”. ¿Cómo se llamaría aquella inolvidable? Y fue entonces.

De repente, aquel mi artículo periodístico publicado en los días primerizos del difunto Unomásuno, del que fui fundador. Lo desarrugué, lo leí, y pensé en todo lo que el matutino, mi país y yo mismo hemos  cambiado desde hace décadas hasta el día de hoy. Mis valedores:

Aquí veo, por lo escrito, que más antes coexistían con nosotros los asaltantes; que a semejanza del día de hoy, por aquel entonces había criminales, pero no crimen organizado. Al terminar la  lectura de mi colaboración periodística decidí transcribirla aquí para plantear a ustedes este ejercicio: calcular cuánto haya cambiado el talante del capitalino frente a los bergantes que han tomado de costumbre asaltarnos. Lean y comparen el escrito, que así comenzaba:

“Compañero asaltante, permítame saludarlo con mi comprensión y respeto porque en el ejercicio de su profesión arriesga la vida, la integridad física, la dulcísima libertad. Porque ejerce su oficio con todos los riesgos, sin valimiento alguno. Porque su vida avanza de modo arrastrado, entre zozobra y desazón, siempre a salto de mata y con la conciencia en un hilo. Porque habrá caído alguna vez en manos de uniforme, y habrá comprobado sus métodos punitivos. Porque la vida me lo habrá tratado de hijastro, de oveja negra, de cédula cancerosa de la sociedad. Porque su destino es el de la soledad, sin más; sin hogar, sin familia, sin una compañera amantísima, sin paz, sin nada de nada.

Porque sabrá Dios qué causas oscuras lo arrastraron a la delincuencia; si fue el desempleo, si la falta de preparación, si el mal natural,  si el mal fario  (Sigo mañana.)

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