Que en el 2009 la mente colonial lloriqueó con la muerte del andrógino gringo Michael Jackson, dije a ustedes ayer. A imagen y semejanza del engendrillo negro-blanco-gallo-gallina la manipulación del Imperio nos diluye el perfil de nacionales para volvernos caricatura gringa, sin más. Comentó mi amigo Octavio Medina, médico:
– Si quiere usted recobrar su fe en el humanista que saca la cara por la comunidad, ¿sabe usted quién fue Eprhaim McDowel? ¿Qué saben de él esos de la psicosis colectiva que acalambra al mundo?
Esos hombres eran moralmente superiores porque cada uno era capaz de sentir gran amor por la humanidad
Mi amigo esbozó el retrato hablado del visionario que nos legó una herencia invaluable:
Existió a fines del siglo XVIII y principios del XIX en Estados Unidos el citado Ephraim McDowel, médico de profesión en una época en que se realizaban pocas intervenciones médicas como amputaciones y abrasiones, porque la experiencia les decía que al abrir la cavidad abdominal el aire frío, lleno de “miasmas”, entraba en contacto con los intestinos y producía una inflamación inmediata, seguida de fiebre supurada que provocaba una muerte inevitable. Los enfermos morían en la operación por el choque causado por el dolor, que la anestesia comenzó a experimentarse quince años después de fallecido el doctor McDowel. Si el médico se atrevía a abrir el vientre de un enfermo era llevado ante un juez, y en su caso juzgado por homicidio. Si no había tribunal, los vecinos tenían facultades para juzgarlo y ejecutar la sentencia. Y ocurrió aquella fría mañana de diciembre de 1809, a la enferma Jene Crawfod:
“Lo que tiene usted no es un niño sino un tumor. ¿Se arriesga a que le abra el vientre y se lo extirpe?” Ella aceptó. “Tengo 5 hijos. Prematuro morir”.
El doctor la ató a una tosca mesa e intentó cubrirle la boca. “No es necesario, que no he de gritar”. Y comenzó la operación. El doctor le abrió el vientre y fue avanzando hasta toparse con la gran tumoración. La enferma, cantaba salmos. (De abajo subía el rumor de la multitud que había rodeado la casa gritando amenazas. Dos hombres trepaban a un árbol y colgaban la cuerda con la cual hacer “justicia”. El canto de salmos se tornaba débil en unos labios blancos, traslúcidos.) Así hasta que el doctor terminó de extraerle del vientre un líquido gelatinoso que pesó siete kilos. En ese momento se presentó el alguacil, que desde el quicio de la puerta observó la escena, y al ver tanta sangre: “Ha matado a la señora. Ya sabe lo que le espera. Vamos”.
Suturando la herida, el doctor McDowel: “La he operado, y vive”.
El peligro no había cesado. Ahora se producirían la fiebre y el olor pútrido de la supuración que anunciaban la muerte, pero llegó el tercer día y la fiebre no aparecía. Jene se había salvado. Se levantó y dio unos pasos. Al quinto día se alzó de la cama. Dos semanas más tarde hacía su vida normal. El doctor McDowel había traspasado la “frontera de Dios” y desafiado creencias y conocimientos científicos de principios del XIX para crear un nuevo paradigma y hacer avanzar la ciencia médica. Como todo humanista y varón de ideales, el doctor McDowel no juzgó relevante publicar detalles de la novedosa intervención quirúrgica, agregó Octavio Medina, médico.
En fin. Ha sido este humanista Ephraim Mcdowel, médico norteamericano, quien me regresa la fe en la humana ralea. Para un saltarín de vocecilla atiplada siempre existirá un doctor Mcdowel, y entonces para el humano no todo está perdido. (Creo.)