Esta vez la canción de cuna, mis valedores, esa azucarada tonadilla, suma y síntesis de amor, ternura y besos, que la madre modula a media voz en tanto se filtra, por la ventana entreabierta, la luna llena. Allá, en los bajíos de la comba tenebra, desflórase de repente aquel silencioso desparramadero de estrellas errantes. La madre, pupilas de luz, formula un deseo por la dicha del molotito de carne que se acaba de dormir. La fabulilla:
Erase que se era, allá en tiempos y regiones de los sueños color de rosa y en el lacerado corazón del basural, un reino feliz, con un caserío al que cariñosamente nombraban ciudad perdida. Y ocurrió que una noche, en su Disneylandia de láminas y cartón, dormitaba un querubín: vientre rebosante de esos bichitos que se crían en tales reinos de encantamiento: amibas, lombrices, salmonela, estafilococos. Poéticos nombres…
He ahí al querube, que lloriquea y se remueve en esa adorable muestra de la artesanía popular: un huacal aguacatero forrado con páginas “sociales”. En eso, que entra al castillo el rey, y que al llanto del heredero se descarga del negocio que lo trajo de esquina a esquina durante el día: una caja de chicles y tarugaditas de plástico made in Hong-Kong, para luego acercarse a la cuna de tules y gasas de color azul (cachos de periódico): “¡Cuñá, cuñá!”
– ¿Por qué llora, mi hijo? ¿Los cólicos, las chinches, la chinche hambre?
– ¡Cuñá, cuñá, cuñá!, el serafín redobla sus lloros.
– Duérmase, mi niño, que voy a contarle un cuento de cuna. De huacal.
Y ahí, en la noche del mundo feliz, la voz abrojuda tartajea el cuento infantil.
“Escucho a todos los jóvenes y a todos les aseguro una cosa: Vamos a seguir construyendo este país en democracia». ¿No te alegras, mi hijo? Y otra más: “Somos una nueva generación, no hay regreso al pasado. Mi gobierno tendrá puesta su visión en el futuro, en el México de grandeza y esperanza que todos queremos y anhelamos”. Hijo, ¿no aplaudes?
Y el prodigio del cuento de hadas: el bibelot de viva carne comienza a acallar sus lloros, a amainar el hipo, a entrecerrar los párpados. El cuentecillo infantil: “Yo quiero un nuevo país, un país exitoso que reconozca el potencial y talento de cada mexicano».
Lástima, que a la alcoba entra la reina del castillo, en sus manos la ropa recién lavada, ropa ajena. “Pero viejo, qué le estás contando a mi niño. Arrúllalo con un cuento dulce, no con ese, macabrón».
– Haiga sido como haiga sido Juancito Popolo se durmió, ¿no?
– Pero, viejo, que un cuento de ese tamaño me lo puedes traumar. Si a mí, que soy una adulta, con solo oírlo declamar me soltó el estómago…
– Se durmió, ¿no?
Sh…lástima; a la voz destemplada del rey la criatura entreabrió los párpados y el chillido, el alarido del querube: “¡cuñá, cuñá!”, con todo el desconsuelo que produce el testerazo contra la realidad: el hambre, los bichos, el cólico. “¿Ves, mujer, por tus escrúpulos de conciencia?”
– Pero viejo, comprende que ese cuento es para arrullar domesticados, no a una criatura como mi bebecito…
– Se había dormido, ¿no? Así que va el cuento otra vez.
– Atúrdelo, pues. Atarántalo como a cualquier mexicano, y que Dios nos perdone.
«Las expresiones de la sociedad han tomado nuevo impulso en la voz de los jóvenes. Comparto sus anhelos, comprendo sus reclamos».
Es noche cerrada en el reino mágico que nombran ciudad perdida, noche lacerada a los alaridos del querubín, y qué hacer. ¡Peña, Mancera, más cuentos, que el angelito no cesa de llorar!
(¡Cuñá..!)