Estoy abatido, estoy avergonzado – Me río de vuestras armas de mujer -¡Conquistadores de tiempos antiguos, – volved a vivir!”
La salación se destierra de entre nosotros y su lugar lo ocupa el previsible rigor de fronteras adentro y el sometimiento ante el gringo invasor. ¿O algo diferente afirma la historia de nuestro país? Las masas sociales, en tanto, y según la plaga de las encuestas, se despojan de la desilusión y se dejan arrullar por la esperanza. Irracional, ¿no lo afirma la historia? Tal es, mis valedores, la visión de los vencidos, que lo somos todos, derrotados por nosotros mismos, renuentes al ejercicio de pensar, de reflexionar, de la autocrítica y de la creación de una estrategia liberadora y de las tácticas adecuadas para lograrla. Los deudos y los heridos, los desplazados y aquellos a los que se les perdió el rastro:
“En los caminos yacen dardos rotos – y en las paredes están salpicados los sesos – rojas están las aguas. Y era nuestra herencia una red de agujeros. (Calderón.)
Dramático el sexto prodigio que presagiaba la llegada del invasor:
Esa funesta señal fue que muchas veces y muchas noches se oía una voz de mujer que a grandes voces lloraba y decía, anegándose con mucho llanto y grandes sollozos y suspiros. “¡Oh hijos míos! Del todo nos vamos ya a perder. Hijos, mis hijitos, ¿a dónde os podré llevar y esconder?”
Y su añadido apócrifo:
Es noche cerrada en un tiradero de cadáveres en que el beato del Verbo Encarnado convirtió el Valle de Anáhuac. Silencio ominoso y un cielo anubarrado. Sólo, a lo lejos, el canto lastimero de la paloma torcaz. De repente, negra mancha en la negrura del firmamento, por los aires emergió aquella aparición espantable, y era la de una mujer de greña y ropaje al viento que, ave agorera, iba y venía en círculos sobre la población de indígenas sumidos en uno más de sus sueños. Ahí rasga el aire de Anáhuac la voz rota deLa Llorona:
– Ay, hijos míos, mis hijitos mestizos, sangre de vencedor y vencido. ¿Qué leche mamásteis de mis dos senos, que aún continuáis renuentes a crecer, a defenderos, a sacar la cara por un valle de Anáhuac que haiga sido como haiga sido ese remedo de tlatoani convirtió en valle de lágrimas, las de todos los deudos de todos los asesinados en la delirante masacre de la guerra florida con la que intentó “legitimarse” el secuestrador de Los Pinos?
Macehuales dolientes, que a tantos trabajos para malcomer os obligó el espurio: ¿lo dejaréis huir a lo impune? ¿Pues qué lechosidad aguachirle segregan vuestros redaños? ¿Lo que mis ojos contemplan no acusa lo ñengo de vuestro temple, vuestra falta de audacia, carácter, determinación? ¿Sois, por ventura, huecos y quebradizos? ¿Anima de carrizo y redaños de gelatina? A la hora en que toca a los de corazón bien templado crecerse al castigo, ¿reculáis? Vuestro sino, ¿el del derrotado? ¿Vencido un pueblo cuyo corazón se anega en la sangre de Cuauhtémoc? ¿Cerviz agachada frente al dañero que a lo impune os desangró? ¿Tal es el santo y seña de vuestro carácter? ¿Sois pueblo de reses que en más de 500 años no enderezáis el testuz? Si también así sois en asuntos de amor y ejercicio amoroso, digo yo desde el fondo del ánima: ¡Ay, mis hijos! Yo, como el abuelo Axayácatl, estoy triste, me aflijo, os pregunto: ¿este es el pueblo de conquistadora raíz? Si eso sois, tiernos corazones de pollo, que al reto os arrugáis, del alma me brota el pregón lastimero:
Ay, mis hijos. Hijitos míos, ¿a dónde os llevaré? ¿A dónde, que más valgáis?
(México.)