Su ánima y su estilo

Ayer dije a ustedes que una foto y un viaje a mis terrones zacatecanos me alebrestaron la memoria de mi primera niñez (hoy me he instalado en la quinta, y sigo tan campante). En el alboroto los recuerdos saltaron de la mente como gallinas del huacal, y he caído en la cuenta de que en el Jalpa Mineral de mis memorias primeras  la vida era expresión de la verdad pura y simple, sin más,  y eso es lo que echo de menos hoy, habitante de esta noble y vial: la verdad. Me explico.
Me he puesto a rumiar recuerdos con saborcillo a nostalgia, y cómo no, si lo que añoro esta noche, lo que me ronda en la mente, jicotillo obsesivo, es mi hontanar, con su ánima y su estilo, sus tufos y aromas, usos y costumbres y formas de ser. ¿Saben ustedes que es nada menos que esa verdad lo que añoro de mi Jalpa Mineral y que hoy, como habitante de esta noble y vial, echo tanto de menos? Una verdad pura y total que percibía en el Jalpa de mi niñez, manifiesta en detalles como estos:
Allá, en mi adolescencia jalpense, los puntos cardinales ubicábanse donde los situó Madre Natura: el norte siempre se ubicaba al norte, y lo que hoy me llena de admiración: el sol salía siempre por el oriente (aquí, en el Distrito Federal. el sol, que despuntó a mi espalda, se fue a bien morir al sur. Dios lo haya perdonado.)
Allá las cuatro estaciones eran fieles a su nombre: en verano, tiempo de aguas, aquellas señoras tormentas que en verano chicoteaban la región acompañadas de señores tormentones que al poeta lo hicieron exclamar: «Truenos del temporal, oigo en tus quejas – crujir los esqueletos en parejas». Todo esto en verano, a diferencia de los aguaceros que en pleno invierno azotan el D.F. En otoño, la cosecha dulcísima de granos, frutos, tiernos maizales; el invierno se daba a respetar con su frío doledor y en primavera la arribazón de belenes, yedras y bugambilias, y en armónica proporción, romances y crímenes pasionales. Como Dios manda.
Allá, en mi Jalpa Mineral la leche sabía siempre a leche, y salía a chisguetes de una ubre de vaca. No en polvo, no en cápsulas, no descremada, no deshidratada, no deslactosada ni en supositorio. ¿El queso? Queso parecía y de queso era su sabor, y el jocoque, la panela, el requesón. Todo lo que iba a dar a mi lengua sabía a lo que tenía que saber. La bebida: si tequila, cerveza, agua zarca, sotol, todo guardaba un sabor a limpio, a verdad, a auténtico. ¿Que de dinero se hablaba? Ahí tintineaba el peso, con su timbre de plata de ley y su peso rotundo entre el águila y el cero siete veinte. En la escuela aprendíamos materias escolares. Podía algún maestro errático jurar que dos y dos eran cuatro, contrapunteado con el que afirmaba que seis. Pero a los alumnos nos daban ambas opciones, a escoger. Sin imposiciones. Pero no adulteraban una mente indefensa, tierna todavía, con la cartilla de la Edad Media: clases de “religión”, vale decir de dogmas, prejuicios, pensamiento mágico. Cruz, cruz…
El cura: conciencias curaba, y al César lo que es del César. Los vuelos de su sotana le estorbaban para brincotear en la danza del toma y daca politiquero, como el político tampoco se metía a sermonear ni a andar dándolo a besar (el anillo en el pulgar). ¿Mujeres? La que había conocido varón y la que se mantenía doncella. Sin fingimientos, sin engañifas. La mujer casada no solía ser mancornadora, como tampoco el marido presumía de mujeriego, y su machismo era discreto, sin sobresaltos.  Por cuanto a los hijos: casi siempre y casi todos eran de la pareja. (Después.)

En Dios se creía,  se le amaba con amor que las obras certificaban. Religiosos sin pregonarlo, cumplían con la síntesis cristiana de los 10 mandamientos: amar al prójimo como a sí mismos. Con hechos. (Sigo después.)

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