Me da una lástima…

Pobre de madre Natura, mis valedores. Para mí que una pena muy honda la agobia desde hace unas décadas. Y si no, ¿por qué ese su estado de ánimo tan ceniciento, que se traduce en tales amaneceres erosionados por la tristura y la melancolía, y estas mañanas tan desabridas, puro desánimo y opacidad, como si llegasen al mundo ya envejecidas, arrastrando los pies? Qué distinto hace veinte, treinta años: cada día, cada hora, «el cogollo del minuto» era un poema de júbilo, y un estallido de alegría, y aquel sol, y aquel firmamento, y el viento un artista que, cuerpo y alma sinfónicos, transformaba en ballet las frondas de todos los árboles. La madre Natura de aquellos tiempos, ¿por qué entristeció, por qué se ha marchitado frente a mis ojos? ¿Ya en la senectud? ¿Ya en plena «tercera edad»…?

La noche del pasado sábado, por ejemplo, ¿por qué así de silenciosa y ausente del mundo, tan a la medida del ejercicio de los viejos: recordar? Recordar antañones amores, esos entrañables fantasmas que nos fueron inolvidables, y que hemos olvidado para nunca más. Tú, la de las garzas pupilas, ¿dónde estás? Tú, ¿cuál es tu nombre, que grabé en aquel arboluco del parquecillo provinciano? Usted, que conmigo juró los «nunca, nunca», y los «por siempre jamás», ¿qué rumbos anda pisando? Sombras nada más, y un retrato
desleído, un mechón de cabellos, una rosa marchita entre dos poemas de amor. Ellas, mis inolvidables ya olvidadas, alguna esta noche dirá de mí: «Aquel esperpentillo que con su labia logró ilusionarme, ¿vivirá o habrá muerto a estas horas?» Y el suspirillo, tal vez. Ah, la tristura del anochecer, culpa de madre Natura, que ya no es la misma que fue hace tres décadas…

Esta noche mi mente corre y recorre paisajes, tiempos, espacios. Caigo entonces al vetusto salón de cine, el de mis citas tempranas con el temprano amor. Añoro la antañona película y se me viene la estampa del héroe hazañoso. Raúl de Anda, mis valedores, ¿lo recuerda alguno? En oyendo ese nombre, aquellos de ustedes ya doblan el Cabo de Buena Esperanza dirán conmigo: ¡El Charro Negro! Qué tiempos. No lloro, nomás me acuerdo…

El Charro Negro, magno héroe popular; todo de negro hasta los pies vestido y la fragorosa 38 especial en la diestra, a galope tendido del alazán cruzaba de lado a lado la pantalla del cine de barrio para rayar el penco en los meros hocicos del hacendado sobrón, el jefe político avorazado y los cuícos que en el climax de la película queman las chozas de los lugareños mientras el hacendado, su endemoniado corazón convertido en policía de Atenco, intenta la violación de la aldeana inocente. Ah, pero en tal punto, rayando el penco. El Charro Negro, una 38 en cada mano y el vozarrón gargajoso:

– ¡Alto ái! ¡Quietos todos! ¡Levanten las manos!

Y la gayola, que se cimbra de gritos y aplausos. Qué tiempos. Y aquí llegó El Charro Negro, para el que quiera algo de él…

Qué tiempos. Años, daños y desengaños más tarde, llegarían para alegrar la pantalla del cine las beneméritas del bataclán y el saínete. Hoy, en el ejercicio de la nostalgia, recuerdo a aquella soberbia Susana Cabrera, a la que algún reportero, micrófono al frente: «¿Profesión?» «Payasa», contestó ella sin titubear. Susana Cabrera. Aquí la recuerdo en su espléndida caracterización de güila barata, piruja del arrabal, vientre rotundo, medias cuadriculadas, zapatos de latiguillo y tacón de este grandor; transparente el blusón, con escote que deja las pechugas a la intemperie; en el rostro de buscona, cargazón de cosméticos y jetas estallantes de carmín; y esas caderas cautivas en una mini-mini tres tallas menos de lo que pide, implora, exige su nalgatorio. Bajo las ojeras de pintura las ojeras del vicio, la depravación y las desveladas. En este cachete un lunar simulado, y en el cogote una verruga auténtica. Y las postizas de este tamaño, las pestañas, y al cuadril el bolsón. Susana Cabrera en su caracterización de la güila de barrio. Una muy especial:

En la zurda la balanza y en la diestra el pomo de cacardí. De venda en el rostro la pantaleta, con los ojillos apicarados al descubierto. Ah, la justicia, ramera vieja y viciosa, alcahueta de corruptos y alcahuetes que los solapan. Los Fox (La Estancia, el Tamarindillo, etc.); los Bribiesca Sahagún («Vamos México», Manolo y parentela); los Montiel. Peña, el gobernador cómplice, y la familia de Feli-pillo. En el polo opuesto, dramático, las mujeres asesinadas en Juárez, los mineros de Sicartsa y Pasta de Conchos, San Salvador Atenco, herida que no cesa, los maestros en Oaxaca, y patético: que frente a una justicia alcahueta y depravada esas masas que se niegan a asumir viven y penan huérfanas de un Charro Negro en quien delegar, un Gavilán Justiciero, un Zorro Vengador y demás fantasmones que pare y aborta la imaginación onanista del cine cimarrón. La justicia de mi país, esa putona del Sistema de poder. (Ah, México.)

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