¡Ayúdeme! Si usted no me ayuda… Moralmente, porque nada pido material… tres días, tres noches… No logro dejar… Si usted no me ayuda…
“He pensado en una equivocación: no conocía aquella voz. Luego he oído mi nombre bien pronunciado. He dicho: Soy yo”.
Soy Carlo Coccioli, pudo haber contestado a la urgida voz del anónimo desesperado, desgajado por el licor y a punto del derrumbe final que, desde el teléfono público, imploraba el auxilio de un hombre que había logrado sobrevivir al naufragio del licor. En páginas estrujantes de la obra documental titulada Hombres en fuga lo asienta el escritor y valedor de dipsómanos y de animalillos callejeros en desamparo:
“Eran casi las ocho de la noche. Toda la tarde había llovido, esta estación de las grandes lluvias es interminablemente tétrica”. Y que al otro lado de la líneas, la anónima voz:
– Ahora estoy lúcido, es decir, casi lúcido: ¿cuánto durará? Puedo beber hasta 15 días, hasta morir…
– ¿De dónde está telefoneando? ¡Contésteme!
“Un silencio. Después: que estaba en el centro”.
– Escúcheme con atención. ¿Lograría llegar al Cine Las Américas?
Arreglada la cita. Que él era humilde y muy mal vestido. Que al verlo, Coccioli se espantaría. “Nada me espanta”, respondió el novelista. Ni la voz del alcohólico que dieron por desahuciado, ni la de tantos redrojillos humanos que gracias a la humana calidad de Coccioli, supieron de la resurrección de la carne hasta entonces ahogada en licor. Redrojillos como Inés, “voz de contralto”:
-Yo no resisto el dolor, jamás supe sufrir; si para dejar la botella tuviese que sufrir, ¡ay!, no la dejaría. Pero aquí..”
Aquí, sí, en el grupo Alcohólicos Anónimos, milagro del humano valimiento, hasta donde Coccioli, suave y sin turbulencias, conducía a los agónicos anhelantes:
“Aquí, en Alcohólicos Anónimos, nos quitan la botella, pero en cambio nos dan algo: nos dan mucho. Lo que nos quitan, o mejor dicho lo que nos quitamos nosotros mismos, nos lo devuelven con usura. El enfermo alcohólico que intente eliminar la botella sin recurrir al grupo no sólo es muy probable que no lo logre, sino que también aumenta sus penas. Aquí, nosotros, vivimos con alegría”.
Bendito sea Dios, que da la alegría.
El canto de Coccioli tiene, para mí, resonancias bíblicas: “¡Cuán terrible es el grupo, cuán majestuoso, apoyado así sobre lágrimas y sangre, cuán bello, y cuán rebosante de amor, rebosante de amor (…) ¡Cuán bello es el grupo, cuán lleno, lleno, lleno de Dios! Bendito sea Dios que ha creado A.A., el grupo”. Aleluya, le faltó agregar. Mis valedores…
Yo, por traer ante ustedes la memoria del que se fue hace algún tiempo, pude haber espigado en alguno de los 32 libros que nos legó el novelista italiano avecindado en México, pero prefiero presentarles al Coccioli por quien siento un agradecimiento muy particular porque a cuántos habría auxiliado a salir del licor, esos que en la botella habían requemado vida, destino, futuro, familia, autoestima, dignidad, todo, y que gracias a Coccioli y Alcohólicos Anónimos resucitaron, resucitan cada día. Hoy nada más no beber. Abstemios el día de hoy. Cada día hoy. Hoy cada día. Nada más. Coccioli.
Actor, testigo y víctima del flagelo, que no habla de oídas ni por afanes de morbo y sensacionalismo, conoció también la salvación. Yo, que nunca he sabido de ese venero que conmigo topó en hueso, le agradezco el bien que hizo, hace y hará a tantos hombres en fuga. Carlo Coccioli falleció un martes, 5 de agosto del 2003. (A su memoria.)