Tiempo de canallas

El ajedrez, mis valedores, ese regalo de los dioses o de las fuerzas del mal, que ambas posibilidades caben en el tablero de las 64 casillas. Anteayer pregunté si alguno de ustedes lo juega o lo habría jugado, y si lo encontraron como yo, cautivador hasta el grado de que ante mis ojos en el campo de combate (el tablero) unas piezas de madera se humanizaban hasta el punto de que escuchaba yo el estrépito del combate, el ir y venir de unos combatientes enardecidos, el hedor de la sangre derramada, los gritos de terror, los alaridos de espanto, los estertores de agonía y los  clamores de victoria. Ese juego de reyes y peones me cautivó como las sirenas a los navegantes del glauco mar de Odiseo, y por no caer en el canto de las sirenas me taponeé los oídos, me até al palo mayor y cerrando los ojos las dejé pasar…
Y es que de repente me vine a percatar de que en el tablero sacrificaba el producto de mi oficio: cuento, novela, ensayo, periodismo, por embeberme en el ajedrez y sus damas, que me sorbían los sesos mientras descuidaba a las damas me sorbían los «esos». Que por cuidar a la dama del tablero descuidaba a la dama que me hacía la merced de compartir conmigo vida y destino. Abandoné torres y alfiles.
.Los abandoné como antes me había desembarazado  de vicios tan perjudiciales  como el cigarrito, la cacardiosidad y el clásico pasecito a la red en un cinescopio todavía en blanco y negro. Yo, el ajedrez, nunca más. Ni verlo. Eso pensaba por aquel entonces. Y cuánto me costó dejar a un lado de mi vida  el magnífico embrujo de reyes, peones y agresivos caballos de combate, con sus hechizos del gambito y otros engaños, hasta la verdad categórica del jaque mate. En un rincón del cuarto de los trebejos se quedaron cuacos, alfiles y damas rijosas, y así hasta hoy. De plano.
Pues sí, pero lástima: ahora mismo me encuentro embebido en la contemplación de una partida de ajedrez. No el juego limpio, altivo, gallardo, regalo de Oriente o de los dioses, no.  Ahí, enfrente de mis pupilas, un anchuroso tablero donde, según conviene a su estrategia de lucha plagada de artimañas de muy baja ley, una manada de caballos negros, sus lomos cargados de oros,  dos torres de poder aplastante por su nivel de audiencia entre unos peones ignorantes, indefensos y enajenados, una cáfila de alfiles de sotana, casulla, y sobrepelliz,  se apoyan en la fuerza de la peonada  para cargar entre todos, carga alevosa, contra un peoncillo iluso que sueña con coronarse rey algún día, y al que los protervos impiden avanzar más de una casilla en cada jugada. Patético.
He ahí al peón de brega, obsérvenlo avanzar, persistente, casilla por casilla. Una, dos, tres casillas. Cuando parece que esta vez podrá llegar a la meta y coronarse rey, argucias de leguleyos que aplican gambitos fuera de la ley lo regresan hasta la más remota de las casillas, y vuelta a empezar. Triste destino del Sísifo de la politiquería nacional. Mis valedores: ¿escuchan allá, por el rumbo donde el sol muere, el clamor del jaque mate y los alaridos de victoria del cártel de los tramposos?
La mafia ya ha coronado a su rey. El rey de bastos es el nuevo rey. Yo, exasperado ante el perverso final del juego, siento en mi sangre una oleada de verguenza.Verguenza ajena. Pero no, que es verguenza propia, porque, después de todo, ¿de triquiñuelas y malas mañas quién tiene la culpa? ¿Quiénes, con todo el derecho a mover las piezas, nos concretamos a observar a los consuetudinarios tramposos del ajedrez? Es vergonzoso. (México.)

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