Malmaridada de la soledad

Media tarde de domingo en el jardincillo del manicomio, a donde acudí a visitar a mi tía Gabriela. El final de la historia que inicié anteayer:
La tía Gabriela, que nació y vivió media vida en tierra zacatecana, de pronto tiró su fortuna al mar. En una de sus fugas  cayó en esa manía:  barco que llegaba a puerto, barco al que trepaba la malmaridada de la soledad, y entre los marineros buscaba al ausente, y al desengaño se acercaba a babor, echaba al vuelo las zarcas pupilas, humedecidas de yodo y de sal, y de su escarcela extraía las monedas que sus dedos alcanzaban a tomar y, los ojos cerrados y en la boca, en susurro, la invocación del ausente, a lo calmoso las dejaba ir a las ondas del mar.
Curiosa manía de la tía Gabriela y su verídica historia de amor, tan verídica como son todas esas historias donde intervienen amor y cordura, locura y  soledad. “La herencia me hubiese durado unos años más, y con ella mi afán de maromear de barco en barco navegando con bandera de trascuerda, pero qué fortuna resiste tantos sexenios de infamia».
Ya le afloró la loquera, pensé. No lejos, un esquilón. El rosario. Aquí, la cabeza se nos llenaba de pájaros. En el follaje, condóminos alboroteros, los visitantes nocturnos se preparaban para dormir. Dije, nomás por decir:
– Qué relación pueda haber entre el derroche de su fortuna y la mala fortuna de los sexenios priístas, el de Fox y el del causante de ciento y tantos miles de cadáveres. Usted arrojó al mar todos sus dineros hasta quedarse como está, mírese. ¿Y ahora culpa al «Sistema»? No veo la…
– Yo te la voy a enseñar. Más antes, cuando México disfrutaba de un discreto pasar, ¿cuántos barcos llegaban a sus puertos? Pocos, ¡y a cargar mercancía, no a descargarla! Uno a Manzanillo, dos o tres a Coatzacoalcos, a Veracruz. ¿Cuántas monedas podría yo sembrar en el mar? Ah, pero priístas, Fox  y el beato ese del Verbo Encarnado del que ni el nombre conozco, permitieron y permiten la rapacidad del modelo neoliberal, y entonces ¡la invasión de los barcos! Barcos extranjeros copeteados de carne y maíz para puercos (que nosotros consumimos), y frutas del trópico, que de las que les exportamos, falluca, quincalla, y tú sabes: quincalla otorga. Barcos y más barcos, cargas y más cargas, pacas y más pacas: repelos de llantas, calzones de segundos cachetes, armamento para narcos, dinero sucio del Vaticano, tequila, medicamentos, viagras y afrodisíacos. No, y huevos, a ver si a ti, cuando menos a ti, te da algún amago de vergüenza. Tantos navíos, tantos marineros, ¡pero nunca el mío!
Y aquel manso llorar en el más apartado rincón de un manicomio hasta donde la intolerancia familiar fue a empozar a la Tía Gabriela, porque: “Quien alimenta el mar con dinero sólo puede estar mal de la cabeza”
– Hijo, ¿me llevarás algún día a las orillas del mar?
La tarde se oscurecía cuando dejé a la tía Gabriela. Mientras trepaba en el volks me sentí basura, redrojo, pariente de los Salinas, de la Gordillo, de Romero Deschamps,  de Peña y Montiel. Basura, porque eso de prometer a una pobre loca llevarla algún día hasta los puertos donde decenas y más decenas de barcos, frenéticos, siguen acarreándole al México soberano e independiente su qué comer. Ahí, sobre el asiento del volks., los diarios: “México, importador creciente de alimentos”. “Para fines de noviembre habrá huevos en México. Los importaremos de Estados Unidos. Pero los precios de hace unos meses, esos no volverán».
El huevo gringo. Mi tía Gabriela. México. (Mi país.)

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