Prevén alzas en la carne por sequía en EU.
Esta vez el problema del huevo, mis valedores. Que si fiebre aviar, y que si no hay tal, y que si se trata de un problema ficticio, artificial, y que si…
Para el consumidor esta falta del huevo es una mortificante realidad. Pero, optimismo oficial, la producción y venta del huevo se habrá estabilizado para fines de noviembre, «aunque no a los precios de hace un par de meses», advierte la voz oficial. Bruno Ferrari, secretario de Economía:
– Hemos iniciado los trámites para importar huevo de diversos países. De los Estados Unidos, principalmente.
Yo, ante la incómoda situación de un comercio emasculado, recuerdo la fabulilla que me inspiró cierta pariente lejana (a mí, a su mundo) que enloqueció de amor. La crónica:
Fue un domingo en la tarde, me acuerdo. Apático, el sol. Entelerido.
– Acércate, hijo. Mi chifladura es pacífica –y la tía Gabriela sonreía.
Yo, por aquello de las dudas, al reunirme con ella en el jardincillo apacible del manicomio me fui a sentar en el otro extremo de la banca. El bochorno me impedía hablar. Ni dónde poner los ojos. Y ella:
– Acércate, que tu tía es inofensiva, no temas.
De ganchete la observé; la reclusión le ha conferido una apariencia de beatitud: carnes amojamadas, traslúcida la piel y mansos sus ojos garzos, como moldeados para columbrar distancias y ausencias, sobre todo de pupilas adentro, donde más lejanas son las ausencias y más ausentes las lejanías. Mi tía Gabriela. La oí suspirar…
Y fue así, mis valedores, como aquel cacho de domingo lo pasé con ella por hacerle compañía, por aligerarle la soledad. Ah, las tardes de domingo, del día más lóbrego, letárgico y macilento para quienes habitamos en la almendra de la soledad; los suicidas en ciernes, los nostálgicos, los desahuciados, los abandonados, yo…
Una historia de amor, dije antes. Según la plática familiar, desde muy tierna mi tía Gabriela vivió las horas muertas hojeando un viejo álbum de estampas marinas que le cayó por causalidad. Barcos, sí, todo tipo de barcos: balandros, veleros, bajeles, navíos de ágiles velas, trasatlánticos que, frente a las pupilas de una tía fantasiosa, cruzan eternamente las ondas del glauco mar, que mentaba Homero. A la de fantasía atorrenciada los ojos se le iban, encandilados, tras la salina inmensidad, y su espíritu se llenaba de gozo y se sacudía en unas escondidas urgencias de tornarse gaviota que, alas de argentada espuma, marcara la ruta marinera sobre los lomos del mar. “Boga, boga, marinero. Boga, boga, bogavante…” Canturreos.
Mi tía Gabriela creció, alcanzó la edad de merecer, y entonces vino a heredar la fortuna de aquel su padre minero de ascendencia rubia y apellido con reminiscencias de whisky escocés. Fue entonces cuando la susodicha tía se desapareció por primera vez. Cierta madrugada anocheció y no amaneció, porque se nos fue de viajante en aquel carromato sonámbulo que, como el son, “se lleva a los hombres a las orillas del mar”. La enamorada del océano y sus marineros iba al encuentro de su destino: conocer el mar, las gaviotas, los barcos, los marineros. “Boga, boga, bogavante…”
Veracruz. Ahí estaba aquella mañana la tía Gabriela, el vivo asombro en las zarcas pupilas, frente a la rizada inmensidad. En el muelle, cabeceando su modorra, aquel barquito camaronero.
– Uno de juguete, comparado con los navíos de mi niñez, los del libro de estampas. ¿No te estoy aburriendo, mi hijo?
De ahí en adelante, los puertos del país. (Sigo mañana.)