Es de Borgues. (De Borges, perdón.)

Voy a contarles un cuento, mis valedores. El muerto, su título, y el autor nada menos que Jorge Luis Borges; José Luis Borgues, para el Fox de la mega-biblioteca De protagonistas: uno es Benjamín Otárola, joven de edad, argentino de nacimiento, ambicioso por naturaleza y rijoso de vocación, cuya vida transcurre plácidamente de taberna en taberna, y en la diestra el puñal. El otro es un tal Azevedo Bandeira, uruguayo, empaque de mono y tigre en aquel su rostro de indio, negro y judío, que capitanea cierta banda de facinerosos de oficios múltiples. El contrabando, en primer lugar. Entre Otárola y Bandeira, lógico: la impredecíble, la desdeñosa mujer de pelo colorado a la que el recién ingresado a la banda conoce a medio vestir y descalza en la cama del enigmático Bandeira En tratándose de hombradas de cualquier tipo, «los gauchos dicen que Bandeira lo hace mejor».

Otárola se inicia de tropero, y su vida se mide a jornadas que tienen el olor del caballo, vida atroz, santo y seña de quienes «en su sangre llevan la llanura inagotable que resuena bajo los cascos». Pero Otárola es ambicioso y desea progresar, ascender a contrabandista Lo logra a su modo: una noche dos de la banda cruzarán la frontera para contrabandear una partida de licor. Otárola provoca a uno, lo hiere y toma su lugar, según dice Borgues (perdón, que lo dije al modo de Fox. Borges, quise decir. Así sí.)

Un año en el contrabando, y Otárola vuelve a ver el patrón. Dicen, con temor, que está enfermo. Un moreno suele subir a su dormitorio con la caldera y el mate. Cierta tarde de su destino le recomiendan esa tarea a Otárola, que se siente humillado, pero satisfecho también. Entrará a la intimidad del inescrutable Bandeira, y ya en el interior del dormitorio: pocos utensilios y muchas armas blancas y armas de fuego. Observa al facineroso, que dormita y se queja Nota las canas del patrón, la fatiga, la flojedad y las grietas que en las carnes del humano y a lo alevoso van abriendo los años. Y qué hacer.

¿Servir a este viejo? La idea lo subleva Ve entonces, descalza y a medio vestir, a la mujer de la roja pelambre en que juegan los dedos del viejo. Al permiso del patrón. Otárola se retira Pero su mente ya lleva el plan…

Y la orden de salir rumbo al Norte, y la partida, y la llegada a una estancia perdida, y en rueda de peones Otárola escucha que Bandeira no tarda en llegar de Montevideo, a ajustar cuentas con alguno que se le insubordinó y trata de mandar demasiado. Y hasta la mísera estancia llega el ajuar de casa, desde la palangana de plata hasta las armas largas y los puñales. Con ellos, la mujer del cabello rojizo, y es entonces cuando Otárola conoce al guardaespaldas de Azevedo Bandeira, un cierto Ulpiano Suárez que habla poco, reservado y hostil, tal vez desdén o tan solo barbarie. Conoce también aquel alazán tostado, enjaezado a lo suntuoso, símbolo de autoridad del patrón. Otárola, por ello mismo, codicia el caballo y a la mujer del pelo rojizo. Y aquí la historia se complica y se ahonda, asegura Borges.

Porque, fijaros bien, «Azevedo Bandeira es diestro en el arte de la intimidación progresiva, en la satánica maniobra de humillar al interlocutor gradualmente, combinado veras y bulas», y Otárola ha comenzado a suplantar paulatinamente a Bandeira. A lo cazurro, el autor:

«Muchas cosas van aconteciendo después, de las que sé unas pocas».

Y ellas son: que Otárola desconoce la autoridad de Bandeira, y que «da en olvidar, corregir, invertir sus órdenes»; que un día en que la banda se enfrenta a gente hostil, Otárola usurpa el lugar de Bandeira da las órdenes y regresa con una bala en el hombro. Esa tarde unas gotas de su sangre manchan la montura del penco, y esa noche duerme con la mujer de pelo reluciente. De ahí en adelante, Otárola desdeña las órdenes de Azevedo. Le causa lástima.. Y llega aquella noche de hartazgo y comelitón, alcohol pendenciero y vértigo. «Taciturno entre los que gritan», Bandeira, de súbito, llama a la mujer, que sale a medio vestir: ‘Ya que vos y el porteño se quieren tanto, ahora mismo, a la vista de todos, van a.» Brutal. Ella, entre lágrimas, se resiste; ellos la arrojan sobre el sobrón, y es entonces: Otárola comprende que desde un principio lo midió el patrón y que, para divertirse a lo morboso, le permitió el amor, el mando y el triunfo porque ya estaba condenado a muerte. El final:

«Suárez, casi con desdén, hace fuego…»

Así, sin sadismo de sicópata sin más torturas ni humillaciones, sin la hipocresía de invocar la ley. Bandeira no era hombre vil ni aguardó tres años para asestar el balazo mortal. A su orden, Suárez mató al ensorbecido, no lo torturó previamente, ni violó a las mujeres, ni resquebrajó los huesos de los ensorbecidos Otárolas de Atenco, ni los mantiene hoy apandados mientras a lo hipócrita ventosea su respeto a la ley y a los derechos humanos. Bandeira Wilfrido. (Fox.)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *