Esta vez el instinto

Esta vez esa pulsión instintiva a la que debe la humana ralea su sobrevivencia sobre el haz de la tierra Salvaguarda esencial del antropoide, el instinto siguió protegiendo a la criatura humanoide, y se nos quedó aquí dentro, atento siempre y siempre vigilante Es así como dentro de nosotros cargamos un instinto esencial, primigenio, que en la situación de peligro, como rayo en seco salta con su chisguete de adrenalina y uf, por poquito. De no ser por el «instinto de conservación», decimos…

El instinto de conservación. Hace el tanto de seis años, en este mismo espacio me preguntaba e interrogaba a todos ustedes por nuestro instinto de conservación. Hoy, atenido a la historia y sus enseñanzas, de nueva cuenta vuelvo a preguntarles, preguntándome: ¿qué caraj…mbas ocurre con nuestro instinto de sobrevivencia, el de conservación? Para medir el tamaño de la pulsión instintiva puse de ejemplo un par de animalillos domésticos: la Bicha y el Rosco, los dos mininos que aceptan vivir en esta su casa (Ja de ellos), conmigo como el servidor de dos. Aquí, el episodio doméstico:

¿Habrá alguno más hogareño que eso nimio que acontece con los gatos caseros? Con la Bicha y el Rosco, pongamos por caso, ellos dos que habitan bajo mi techo y al amor de mi gente, tan amorosa con los mininos como ya quisiera yo que lo fuesen conmigo. Mansas de corazón, medio día se la pasan las dos bolas de estambre durmiendo entre ronroneos, y el otro medio día remoliendo croquetas, y todavía se dan tiempo para condescender, si traen el humor a modo, con arrumacos como esos con los que los incomodan al güerejo Ariel y mi jovencísima Mayahuel de las zarcas pupilas, ella tan hermosa que en ratos creo que lo hace a propósito. Luego de permitir a lo displicente que les soben los lomos, la Bicha y el Rosco tornan al sueño. Y la paz, Apenas oscurezca, los dos van a escabullirse por la azotehuela hasta las vecinas azoteas, y entonces sí, a participar en la zanfranza de orgías nocturnales con los congéneres del vecindario, y a convertir la azotea de mi habitación en campo de amor, guerra florida, torneo galante y territorio iraquí que invadieron gatazos dañeros y atrabiliarios, Bush cada uno de los tales, que al igual que el gringo ex-dipsómano producen una dolorosísima ración de sangre, cadáveres, llanto y desolación. Porque así aman los gatos de la azotea: de noche, a oscuras, validos de la sorpresa, el asalto, la viva fuerza y garras y colmillos, no sé de quiénes aprendieron ese humanísimo estilo de desfogar una pulsión sexual que los gatos tienen la decencia de no embombillarle el alias de «amor». Lo dijo el poeta:

«Los gatos erizan el ruido y forman una patria espeluznante…»

Y aquí lo asombroso, que me ha llenado de estupor y cavilaciones durante estos años: fue un lunes de aquel entonces. Solicitada telefónicamente la presencia del veterinario, el susodicho acudió a aplicar a los dos gatos su respectiva ración de vacunas: contra rabia, sida, moquillo, papiloma humano y cáncer de mama La Bicha y el Rosco, entretanto, dormían acá arriba, sobre la mesa donde redacto estos párrafos engarruñados entre alteros de carpetas, libros de consulta y mi libro de oraciones que, por pudor, había camuflado con fotos pornográficas en las carátulas. Desde mi estudio no se alcanza a ver la puerta de entrada y el veterinario no tuvo necesidad de tocar la campana que la entrada aguardaba abierta de par en par. ¿Van tomando nota? Y ocurrió, mis valedores…

Ocurrió que apenas llegado el veterinario subió Mayahuel y con la naturalidad de costumbre tomó en brazos a la Bicha, y al Rosco el Ariel, conmigo en su seguimiento, que estaba entre los conjurados y era parte del compló. Pero ándenle, que fue entonces: dos, tres pasos, dos, tres escalones de la escalera que baja hasta el rincón del corredor donde aguardaba, invisible a nuestra vista, el veterinario, y de repente los animalejos revolviéronse entre los brazos, y que se encrespan y se acalambran, tirando arañazos, bufidos y tarascadas. Ma ¿pos estos? Y en mala hora acudí en auxilio de la de las zarcas pupilas, que de la garita recibí generosa ración de arañazos, tatuajes de hemoglobina y qué hacer. Se precisaron refuerzos: Aída (tú, la de todos los días), la auxiliar doméstica y un ayudante del veterinario con experiencia previa que había sido granadero y experto en amansar antorchistas y pancho-villistas, calcúlenle. Ellos acudieron para repartirse con nosotros los arañazos y bajar… (Eso, mañana)

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