Apócrifo

Y fue así, según afirman testigos presenciales, como se desataron los trágicos acontecimientos. Todos los interesados, tomar nota.

Aquello ocurrió una mañana de lunes, ardorosa de sol. Ante la ventana central del edificio público, el jefe policíaco otea el panorama citadino que se extiende a sus pies: en todos los rumbos, las calles del centro neurálgico jadean, acalambradas por el embotellamiento de vehículos, recalentar de motores, contaminación y un delirio de claxons a punto del estallido. Como si a punta de claxons se pudiese restar un grado al tamaño del caos; porque la nata de autos, como avanzar, avanza dos, tres metros, y tiene que aguardar en la parálisis dos, tres horas. Bilis amarga, tensión, frustración, desesperación. Y qué hacer…

Qué hacer, si existe un vacío legal en un reglamento que, por una parte, garantiza la libertad de asociación, y por otra proclama que la libertad de un individuo termina donde comienza la del otro. Qué hacer. ¿Revivir el proyecto del «manifestódromo» que nadie iba a respetar? ¿Reprimir a unas masas hartas de que sus justas demandas sean desoídas por una autoridad que ni las ve, ni las oye, ni las siente, y entonces recurren a la toma de calles y la forja de esas mega-marchitas que mantienen calles y avenidas en un punto de crispación? Allá, acercándose, el pregón retador: «¡El pueblo unido jamás será vencido! ¡Este puño sí se ve! ¡Exigimos!» El uniformado suspira, menea la testa.

«Los únicos responsables son los pastores de tales rebaños. ¿Reducir a esos voraces chantajistas? Cómo, si sólo se le están pagando facturas. ¿No ha sido él, no han sido sus predecesores, los que se apoyaron en la fuerza de tales logreros para ascender en el aparato administrativo, y ahora mamar de las buscas los taxis tolerados y el ambulantaje? El rostro de la autoridad policíaca, la viva muestra de la exasperación, de la rabia contenida. Y repito: qué hacer.

El uniformado mira acercarse, vociferante, la marcha de Panteras y pancho-villas, y por acá los vendedores ambulantes, y en todos los rumbos esos peritos de la provocación que de eso viven y medran: las hordas de una apodada Antorcha popular. El corazón palpitante de la ciudad, jadeo y taquicardia, se tapona con el consabido plantón de costumbre, siempre puntual. «Ah, si los que azuzan la estampida de aturdidos no nos estuvieran cobrando, a chantajes, la respectiva factura. Lo que podría yo hacer con uno de esos». Fue entonces. Golpecillos en la puerta.

– Mi jefe, con esa novedad: uno de los responsables del desmadre.

Ahí, frente a él, atado de manos, el alborotador de multitudes miraba al frente, como a lo lejos. «¿Y éste? ¿De dónde salió? No es líder de ambulantes, de taxis tolerados, de paracaidistas de Antorcha popular. «Creo que no nos hemos visto antes, señor licenciado. Es usted del sindicato de catedráticos de la UNAM, ¿o me equivoco?»

– Mi reino no es de este mundo. ¿Que qué? ¿Ahora hasta los locos desestabilizan la ciudad..?

– Así es, mi jefe, y sus consignas bien mafufas: «Hosanna en las alturas», ¿se imagina? Y que «bendito El que viene en nombre del Señor», y mamilas de esas. No, y el cochinero de ramas de palma por toda la calzada de Guadalupe, y un atascadero de alboroteros que impidió a los buenos católicos llegar hasta la basílica. Ya Norberto Rivera exige que a este alborotador se le castigue con todo el peso de la ley, o nos arma una mega-marchita que no se la acaba, mi jefe.

El trato al detenido cambió: «A ver, terrorista, ¿qué tienes qué decir en tu defensa?»
Silencio. El Hombre mira a lo lejos. Impávido. «Mi reino no es de este mundo. Tengo la fuerza de mi Padre, que está en los cielos».

– ¡Ah, carbón, eso quiere decir que eres mucho menos que nada! ¿Y así te atreviste a tomar la calle y desquiciar el tráfico? ¿Sabes en que broncón te metiste? Porque estamos en un estado de derecho, dentro de la ley todo, fuera de la ley nada, y aquí se aplica la ley, caiga quien caiga. O sea que violaste la ley y te cargó la tiznada ¡Cabo Sazafrás, inicíese una primera sesión de calentamiento matinal.

– ¡Ahhhh…chásss! ¡Confiesa carbón, y evítate una nodriza!

– ¡Pero éitele, sésguele, ya me manchó el termo de hemoglobina!

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