Inicié el viernes pasado la crónica de los incidentes más significativos, los más mortificantes, de cierto vuelo que llevé a cabo hace tiempo ¡por Aero-California, imagínense!, hasta la ciudad de Guadalajara, donde me proponía pasar unos buenos días con la buena gente de mi querencia. Mi madre entrañable, al conocer la noticia de mi inminente llegada, con el 80 por ciento de la parentela se remontó a la sierra de Tlaltenango, y hasta no estar segura de que yo había regresado al DF, con todos ellos permaneció encuevada en algún refugio serrano. Mi madrecita, tan querendona. La bitácora del vuelo:
Con un retraso de apenas 8 horas, ¡al abordaje! Al trote corto y rienda recogida inicio la maniobra de abordar, ¿pero abordar? ¿Dónde, cuál? La esmirriadita de uniforme color kaki, que por lo viejo y percudido ya había convertido la «i» de kaki en «a», por el walkie-talkie rumbo a algún rumbo indeterminado: «¡Aló, aquí, sala de espera! ¡Soy yo, Bobadilla! ¿Los trepo..?»
Y por si mi experiencia pudiese aprovechar a alguno de ustedes para estas vacaciones de Semana Santa, tal como el México católico al 85 por ciento conmemora el drama inconmensurable de la pasión y muerte del Justo, que es en calzones de baño, va aquí una a modo de bitácora del vuelo de marras, que anudo donde lo corté el viernes, precisamente a las 3:16 p.m., hora del día en que el vuelo estaba programado para las 7:35 am. Es
México. La esmirriadilla aeromoza que nos había pastoreado gritó por el walkie-talkie:
– ¡Ya tengo aquí entorilados en fila india a los indios estos! ¿Ya Taesa madre lista pa’l abordaje en la nave de Aero-California, Bobadilla?
Ya taba, y a abordar no el avión, sino apenas el aerocamión que nos llevaría hasta nuestro jet Algo no me acabó de agradar del tal aerocamión de Aero-California ¿Que fuese de redilas? O el letrero de sus costados: «Forrajes La Serranita, servicio particular» Fue así como a puros pujidos y resoplidos trepamos las petacas (estas y aquéllas). Yo, con la punta del pie exploré entre la paja del piso, no fuese a pisar una de marrano, de cristiano o de ateo; apestan igual. Me pepené del fierro (del travesaño) y allá vamos rumbo al jacalón que se avizoraba en la distancia, solo y su alma. Yo, aquella corazonada Disimuladamente, como si me la rascara, me la persigné: «Santo Señor». Y pensé en Chalina, en el Cristo de mi cabecera, en el cristo Negro, no era hora de discriminar. La saliva, amargándose…
4:59 p.m. Abordar. Arrumbados dentro del jacalón y bajo sudario de polvo, siete cadáveres de aeroplanos que cuántas hazañas pudiesen contar de las dos guerras mundiales: bimotores, biplanos, aires de vetustez, tufo a cadaverina Anhelantes, mis niñas (las de mis ojos) escudriñaban los alrededores: ¿y el soberbio de cuatro turbinas? Cuatro de cachucha y overol venían empujando el aeroplano aquel, artritis, osteoporosis y celulitis. Fuselaje de tela De sus remiendos, uno reciente. Entre brochazos de goma laca el letrero tricolor del cacho de pancarta «Dale un Madrazo al dedaz…», y más abajo, de crayón rojo: «Te amo, Chiquis», y «Puto yo». Válgame. La flaquita del kaki: «Viene, viene, cargándose a su derecha Tantito, dije, más a la derecha y van a dar a Opus Dei. Ora sí, como viene, rumbo al matorral. Ahí nomás, frénense». (Y a nosotros, los «señores pasajeros»): «Entrando pa’ dentro de la unidá de vuelo. En orden y sin arrempujarse, que pa todos hay».
Entrando pa’ dentro, mis valedores (¿un mal augurio?) aquello asqueroso vínome a recibir y se me enredó en los mostachos. ¡Telaraña jijadiún! De un manotazo me la arranqué para que una capulina más panzona y chocante que la de don Viruta se escurriera por una abertura del fuselaje
– Señores pasajes, favor de ocupar sus asientos, plis.
Me acomodé en el 13. El vecino de junto, jurguneando soleras y alambres sueltos, me observó con ojos cabreados:
– Bueno, ¿y ora usted? ¿Qué no pagamos el mismo precio por el boleto? Su asiento sí es reclinable. ¿Qué palanca accionó, digo?
Yo, en posición horizontal, como en una camilla rumbo al quirófano: «Es que a mi respaldo le faltan los tornillos de sujeción. ¡Aeromoza!»
¿Por qué el exabrupto? ¿Por qué fue a quejarse con el piloto, que chorreaba de una aceitera para hacer más dúctil el timón? Yo, cuando pedí a la aeromoza que me lo enderezara, me refería por supuesto, al respaldo. Y de pronto: ¡Jesús!, el grito de espanto: «Yaaaay! ¡Allá, ratas en el aeroplano!»
La peluda, una carrera de crack driblando, filtrándose, eludiendo piernas contrarias, marcó su golecito. ¿O fue touchdown? La de kaki: «Son del hangar. Mansitas. Se meten por los abujeros del fuselaje. A mí ya me ruñeron dos que tres pantis y me dieron baje con varias tortas ahogadas. A ver, señores pasajeros, pídanmelas por ai.» Las tortas. Yo… (Mañana, el final.)