Que antenoche, dije ayer, mis vecinos y yo nos cobramos y pagamos las apuestas que perdimos todos y todos ganamos tocante al destino que correrían corruptos de la alzada de los Bribiesca, Sahagún, Montiel y Madrazo. ¿El menú? Hueva, tinga, olla podrida y pozole (trompa, cabeza, cuentos). Yo, todavía con un cacho de trompa en la trompa, me despedí de los tres contertulios que seguían de sobremesa, y a buscar la querencia de las tablas.
Me acosté a dormir, y por llamar al sueño púseme a examinar el libro de arte que en la cena me obsequió La Lichona (libro de artes marciales hubiera sido, más acorde con el DF). Resultó ser un folleto donde se ilustra reciente exposición de Rodin. A la cama me llevé el folleto, cuando hubiera preferido llevármela a ella, pero «las goza quien las merece, que yo, con verlas descanso». Y ahí estaba, en mi cama, con él en mi mano (el folleto). Lo vi, lo examiné, lo, bostecé, le busqué los desnudos (artísticos). Uno sólo le encontré, pero lástima: de varón. El Pensador de Rodin. Lo examiné: mozo rudo, garrido, musculoso, el puño de la diestra contra el mentón y la mano zurda descansando en el muslo. Bostecé. Estallante el estómago, eructé, dejé rebabas de trompa en la nalga de El Pensador (rebabas de pozole), y entre eructo y eructo se me ocurrió la puntada, y con aire de chunga y por entretener mi mala digestión, le pregunté: «¿En qué piensas, Pensador?»- y otro regüeldo, válgame.
Allá, afuera, como parturienta que se desgaja, la sirena de una ambulancia y el silencio de la noche, que sólo tasajeaban los arrancones de autos en el periférico. Estómago en crisis, tomé a los regüeldos. Por llamar al sueño volví a preguntar: «¿En qué piensas, Pensador?» Y entonces: ¡Virgen de los trascuerdos! ¡Pues qué estaba ocurriendo! ¿Yo, volviéndome loco? Cómo creer a mis sentidos que a la pregunta vi que El Pensador
movía en su asiento, y aquel pujidillo, y: ¡no puede ser! La estatua, en un español tartajoso:
– Pienso en todos ustedes. Cómo no pensar en los mexicanos…
¿Que qué? ¿Qué es lo que oí? ¿Oí bien? ¿Estoy bien de la testa? ¿Fumé? Pero si yo no fumo. ¿Bebí? pero si yo no bebo. ¿Ando chemo, tizo, pasado, cruzado, erizo? Pero si yo ni un mejoralito infantil, menos Prozac u otras porquerías torcedoras de la razón. ¿Efectos de los hongos? Los champiñones de la sopa, ¿hongos alucinógenos traídos directamente de Huautla? ¡Santa María Sabina! Ahogándome dije, ¿o sólo pensé decirlo? «¡Estás hablando, Pensador!» ¿Alucino? ¿Fiebre, delirios? Grité: «¡Auxilio!» ¿O sólo pensé gritar?
– Pienso en cómo los mexicanos logran sobrevivir en la almendra viva de la más desaforada corrupción que defeca sobre ellos el Sistema de poder: Washington, sus gerentes regionales, protectores de los grandes capitales y privatizadores de los bienes comunes, y los cómplices en los partidos políticos que forjaron el Fobaproa y ahora se rinden al terrible duopolio de la TV. Ustedes, masoquistas, ya le hallaron el gusto a respirar la corrupción lucrativa e impune, vivirla, tragarla, alimentarse de ella en un desdichado país que se gobierna no a estadistas, sino a chascarrillos…
– ¡Esos que tanto han lastimado a la sociedad!
– Una sociedad que se vive, de plañidera, en el llanto y el rechinar de dientes, y rechaza admitir que el político no es más que el espejo y la flor de la sociedad que lo parió. ¿Funcionarios impolutos en este México…?
– ¡Auxilio! ¡El Pensador habla como nosotros!
hablo como ustedes, pero ustedes no piensan, como El Pensador. Hablan sin nunca pensar. Por eso es que 103 millones se la viven y mueren zigzagueando, como ebrios, del reniego al autoflagelo y a la autocompasión, y de ahí no pasan porque se resisten a crecer, a madurar, al ejercicio de pensar…
– ¡Habla, y todavía nos forra de cacayacas, auxilio…!
– Pienso cómo es posible que una ciudadanía que se mueve a la divisa: «a mí no me den, pónganme donde hay», y «el que tiene más saliva traga más pinole», aspire a ser gobernada por políticos impolutos. Pienso y no entiendo…
¿Fenómeno paranormal a mí, enemigo de supercherías? «¡El Pensador está hablando y ofende a los mexicanos, vengan a oírlo!» Y me di el levantón de la cama «¡Auxilio!» Y entonces: «Cálmese ya, pobrín, me decía La Lichona, y con sus manos me aprontaba el bebedizo. «Cálmese, lo atacó alguna pesadilla». Me refugié en sus brazos: «¡Señora, que el pensador está hablando!» «Abra su boca y tome un poquito». (Hice un puchero, abrí la boca, tragué, y… ¡auxilio, no era un tecito estomacal sino pozole, y quien me sostenía la testa no era La Lichona, sino la Jana Chantal, travestí). «¿Qué decía de qué pensador?» Di el reculón, me la zafé, y a refugiarme bajo la sábana.
Otro día, muy temprano, en la cocina ardió en llamas El Pensador. ¡Para que aprenda a no hablar mal de los mexicanos, a los que nadie, nunca, ofende a lo impune! (Vale.)