Y la paz

Del humor inestable de madre Natura me quejé ayer, y cómo no iba a quejarme, si de esta  a la otra semana nos trae sudorosos o tiritando, este día  soles en brama y este otro cielos anubarrados y repentinos chubascos. El temperamento de la Carlotta, qué le vamos a hacer.

Aquella tarde navegaba en la internet y visité tierras lejas y lugares exóticos cuando, de súbito, ¿y eso? Quedéme ratón en mano. El de la computadora. La luz se apagó y se encendió el ventarrón, y soliviantó el limonero, excitó la buganvilia y arrancó aromas y petalillos a la madreselva y madres anexas. Y qué hacer, sino aguardar la vuelta de la energía eléctrica. Y fue entonces.

De repente se va el chaparrón, el viento desgarra los cielos y a la tierra desciende la paz. Miré hacia el firmamento recién asperjado de luz, y en la comba paz y el irisado silencio como nunca antes entendí a  Pagaza, el místico:

Tiende la tarde el silencioso manto – de albos vapores y húmedas neblinas – Y los valles y lagos y colinas – mudos deponen su divino encanto – Las estrellas, en solio de amaranto – al horizonte yérguense vecinas – salpicando de gotas cristalinas –  las negras hojas del dormido acanto. – De un árbol a otro en verberar se afana – nocturna el ave con pesado vuelo – las auras leves y la sombra vana – Y, presa el alma de pavor y duelo – al místico rumor de la campana – se encoge y treme, y se remonta al cielo

Y la tarde, y la paz, y los altos cielos que, gatitos,  se abajan y se me arriman a que les rasque la panza. De repente, mis valedores: ¿y eso? ¿Qué, dónde? Ahí, semioculto en la higuera (esta no maldecida por la rabieta del Nazareno), el cenzontle, molotito emplumado, rompió a cantar; y qué limpidez de escalas y qué equilibrio de melodía quebradiza, pero entera siempre, emplumada garganta que hacía escoleta, purísimo cristal, en el ramaje recién llovido.

Yo, escuchándolo, ¿en qué mágica geografía me encontré? La mente se me pobló de techumbres y bardas y un río rumoroso de jarales y jacalazúchiles, y aguardaba en cualquier momento el mugir de las reses de vuelta al redil. Mi Jalpa Mineral, que es decir mi hontanar, el de mis años muchachos, escondida en su nicho de peña viva, donde vivió y vive bajo tierra la niña de mi primer amor, el único. Escuchando al cantor en aquella paz y en el tiempo que señalaba la agonía del Justo, apareció otro poeta, Othón, y susurraba, quedo:

Oid la campanita, cómo suena – el toque del clarín, cómo arrebata – las quejas en que el viento se desata – y del agua el rodar sobre la arena (…) – Todo esto hay en mis cantos, me enamora – la noche; de los hombres soy delicia – y paz, y en los árboles cubierto – sólo yo alcé mi voz consoladora – como una blanda y celestial caricia – cuando Jesús agonizó en el huerto.

Suspiré y dije entre mí (y me brotó del ánima del alma): “Señor: gracias te doy porque esta tarde, con su minuto de paz, tu santa mano alejó de nosotros al beato del Verbo Encarnado, que fue a codearse con jerarcas neoliberales y un carnicero Nobel de la Paz. Importante se habrá sentido el anfitrión, cuando nadie puede aumentar a su estatura un codo, como tú mismo lo afirmaste en la Biblia.

Gracias, Señor, porque en este minuto de paz olvidé el macabro legado de tu siervo Felipe: terror y cuerpos decapitados, descuartizados, bombazos, incendios que achicharran medio centenar de criaturas, y lágrimas,  luto, dolor. Él distante, he recordado el dulcísimo sabor de la paz.  Que de tarde en tarde se vayan Felipe y la energía eléctrica”. (Amen.)

(Lejas, no lejanas. Amen sin acento. Gracias.)

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