Tu siniestra mano. Esa mañana, al despertar, Gregorio Samsa se miró convertido en un escarabajo apoyado sobre su espalda, ahora un duro caparazón. Al levantar la cabeza pudo ver su vientre oscuro. Incontables patitas, flacas y débiles, se movían desmañadamente. “¿Qué me está ocurriendo?”, exclamó. No era un sueño…
No, no era un sueño, sino tu espejo. Tú, el menospreciado, mírate en él. Gregorio, afirma Kafka en La metamorfosis, también nació y creció al igual que yo y que tú mismo para despertar bicharajo que en todos los de su mundo causara repulsión. Como tú mismo, escarabajo, con sus diferencias: su metamorfosis fue súbita, no prevista ni provocada. Tú, en cambio, tu existencia entera la haz vivido, desgraciado de ti, transformándole paulatinamente en lo que Samsa aquel amanecer: un bicharajo.
¿Que cómo te fuiste ejercitando? Los que te conocen desde tu juventud lo certifican, como también quienes tuvieron la tarea de educarte en el aula. De mal natural, tal parece que El Verbo Encarnado te formó de un barro menos limpio que al común de los humanos. Un barro estercolero. Fobias, taras, complejos, represiones, instintos torcidos; a todo agrégale el combustible del licor, y se explica tu personalidad como retrato de Samsa.
Hoy, al término ya de la infausta jornada, te percibes depreciado, despreciado, humillado por todos. Lo eres, sí. Ahora, finalmente, ejerce la autocrítica y plantéate la interrogante: ¿eres un bicharajo porque todos te desprecian o te desprecian todos porque de mal bicho no pasas? Frankenstein, otro engendro de la imaginación, era limpio, puro, de buen natural hasta que el desprecio de todos, el rechazo y la consiguiente soledad le volvieron piedra el corazón y crueles sus instintos. Tú no. Tú desde tu nacimiento haz sido Frankenstein.
¿Bicho porque todos te desprecian, o al revés? De mi experiencia personal te doy un ejemplo: tuve una María (ella me tuvo) a la que amé como a mí mismo y tantito más. Era yo grande, y el centro del universo, cuando me llamaba “amor”, así fuese tan sólo con su mirada, forma la más elocuente de expresarlo. Pero de pronto mi única se oscurecía, y con toda su boca y con todas sus letras me motejaba de indigno de su amor. Yo, entonces, sarna, tiña y pitaña en los ojos, me echaba en un rincón, y con las patas rascábame la picazón de las pulgas en la pelambre del costillar. ¿Me vas entendiendo?
Sobre seis líneas de la Biblia referentes a Job expreso ahora mismo mis dudas y formulo la interrogante: Yahavé permitió a Satán despojar al varón de virtudes de todo bien material y matarle a los hijos. “Dios me lo dio, Dios me lo quitó”, las palabras del Justo. Pero en una de esas: “Job fue herido por una maligna sarna desde la planta de su pie hasta la mollera de su cabeza, y tomaba una teja para rascarse con ella, y estaba sentado en medio de ceniza. Díjole entonces su mujer: ¿Aún retienes tú tu simplicidad? Maldice a Dios, y muérete”.
Y aquí mi pregunta: ¿Job ya estaba sarnoso cuando lo abandonó la mujer? ¿No sería cuando su única lo abandona que Job se tornó sarnoso? Elocuente la versión de Sabines:
“Abandonado estoy, sarna de Job, paciencia mía».
Y tú, ¿cuál sea la causa de que te ahogue este crispado desprecio general, preguntas? ¿Lo corto de tu mecha, tu rampante mediocridad? ¿Tu alcoholismo, tal vez? ¡Eso y todo el podrido racimo de tus malas acciones, las que haiga sido como haiga sido tiznaron todo lo que tuvo la mala suerte de caer al alcance de tu siniestra mano! La zurda. (Sigo después.)