Favorable, el saldo económico. Las generaciones me recordarán por haber combatido al narco. Actué a tiempo. La lucha va por buen camino.
El ser y sus desviaciones. ¿Alguno de ustedes conoce el caso de San Simón Estilita, que vivió en lo alto de una columna? ¿Alguno habrá leído Bartleby, donde Melville narra el caso del escribano aquel que cierta mañana, al recibir de su jefe la orden: “Copie estos documentos”, “preferiría no hacerlo”, contestó? De ahí a su desastroso final se mantuvo en su extraña actitud de resistencia pasiva. Léanlo. ¿O «preferiría no hacerlo»?
Cierta comedia de un Jardiel Poncela que no respeto como escritor consigna el caso de Edgardo, cincuentón que un mal día, al resultado de una decepción amorosa, decidió nunca más levantarse de la cama, donde llevó a cabo su vida de todos los días, hasta que cierta noche…
Leí de la chifladura del sabio aquel, personaje incidental de Mascaró, el cazador americano, novela de Haroldo Conti, que lo llevó a perfeccionar una bicicleta voladora con la que se dio a vivir en las alturas y desde su eminencia regodearse en orinar a los viandantes. Y qué decir del protagonista de El barón rampante, novela de Italo Calvino, al que pega la chifladura de vivir trepado a los árboles del bosque cercano a la ciudad, y ahí llevar una vida social «normal”, sin nunca volver a poner un pie en tierra. Excéntrico.
Oskar, personaje de El tambor de hojalata, de Günter Grass; un día a sus diez años de edad, decide nunca crecer, y es así como de adolescente transcurre su tiempo vital. En plena chifladura, El licenciado Vidriera, de Cervantes, se cree forjado de vidrio, y toda su vida se cuida de que nadie lo vaya a romper. Y a esto quería yo llegar.
A ese otro, mis valedores, yo no le pido que de repente se sienta de vidrio y viva temeroso de que algún desesperado me lo vaya a quebrar. Cómo pedirle que se encarame hasta la punta de una columna y ahí se engarrote, de hinojos y en oración, hasta que muera. No le voy a pedir que de súbito decida atornillarse a su cama y que desde la cama contemple el transcurso de los episodios nacionales, sin más. No le habré de suplicar que se encarame en algún armatoste volador, porque desde allá arriba seguiría emporcándonos con sus desechos corporales. No. Yo, del tal…
Del tal sólo hubiera querido que, al modo de Bartleby, y tan medianejo como él, tuviese los ríñones que de pronto le salieron al escribano, de modo tal que cuando el gringo le impuso esa Iniciativa Mérida, los agentes de la DEA o los contratos en PEMEX él, de repente varón de tamaños, a las exigencias de Washington hubiese replicado: “Prefería no hacerlo”.
De él quisiera que, al contrario de El barón rampante, ya se bajara de la copa, la de Los Pinos, que no están para sus pinitos políticos, y que por fin dejara de andarse por las ramas. Y lo mejor de lo mejor:
Que al igual que los monjes cenobitas, de aquí a diciembre hablara con las neuronas, no con las glándulas salivales. Que por aquello de que ya nadie lo toma en cuenta dejara de hacerse notar opinando, declarando, recalando, reculando, acosando, acusando, atacando, atracando, desdiciéndose. Que pensara para hablar y no hablara para pensar y darnos a todos en qué pensar, y alarmarnos, y detestar esa salivosa diarrea que a todos salpica. Que resistiera la compulsión. ¿Imposible? Ariel, mi hijo psicoanalista, pudiera auxiliarlo. Ansiolíticos retroalimentados. Una trepanación, cuando menos. Silencie esa vocecita, que su tiempo ya feneció. (Cállese.)