Señores de la justicia

Han de saber sus buenas mercedes que en tiempos remotos existió un avaro que en buen escondite atesoraba monedas de oro y en la cocina tres cachos de queso y uno de pan, provisiones que, magras y despreciables, mal sobrevivían a la acción predadora de un hervidero de ratas que infestaban el tugurio del avaro aquel. A la vista del poco queso y el magro pan siempre roídos, el iracundo:

-¡Mal rayo los parta, tengo que exterminarlos!

Exterminarlos, sí, ¿pero cómo? ¿Trampas en las que tuviese que malgastar rajuelas de queso? ¡Nunca dispendio tal! ¿Un gato? ¿Los resecos trozos de pan y los míseros cachos de queso exponerlos  también al gato? ¡Nunca! ¿Custodiar en persona las provisiones a costillas del sueño y las horas dedicadas al deleite onanista de cachondear las amarillas rodelas? ¡Jamás! Pues sí, pero entonces…

El avaro se devana los sesos, piensa que te piensa, trama que te planea, pero la solución, andavete, y así se pasaba los días de claro en claro y de turbio en turbio las noches, y de la congoja al insomnio, y de ahí a la depresión y a la angustia. Fea situación.

Pero de repente un amanecer de miércoles: “¡A la miércoles el problema! ¡Dí con la solución! (Tomar nota, señores justicias.)

Con paciencia y salivita, como es fama se logra todo en el salivero mundo de ratas, avaros y procuradores de justicia, ahí la primera parte del plan, que fue armarse de mucha paciencia  y apostarse a la vera del agujero que daba al bajo mundo de los roedores. Y a esperar, vigilar, contener el aliento, hasta que de repente: “¡La atrapé! Gracias, mi  Dios”.

De la cola pepenó a dientona, y la segunda parte del plan: ya con la peluda en la mano fue y la encerró en una jaula de alambre, y ándenle, que la dejó sin comer (No perder detalle, señores justicias.)

Y ocurrió que al paso y peso del tiempo, que todo lo cura, y lo enferma, lo agrava y agravia, cuando ya la dientona bufaba de hambre brincoteando y acalambrándose a espeluznos, el avaro la fue alimentando con cachos de carne fresca, con la que aplacó el hambre del roedor. ¿Pero un  avaro derrochando en filetes? Carne, sí, pero de una rata pequeña que acababa de asesinar a escobazos. Carne de congénere, ya sea de la hambrienta o del hambreador. ¿Captan ustedes la idea?

Y así cada día dos o tres rajuelas de carne le amansaron el hambre, pero de pronto a cerrar la despensa, y hasta otro día. A carne de rata sobrevivió la cautiva, y le fue tomando sabor y le agarró el gusto, pero de súbito a retirarle la carne, y la rata a bufar por su carne de rata. ¿Adivinan el final, señores de la justicia?

Con la roedora en delirio por un ayuno de varios días el avaro aprontó la jaula a la boca del agujero que hervía de congéneres, y abrió la reja y dejó escapar la hambrienta orejuda. ¿Se imaginan ustedes? Diablo de avaro tan ingenioso, ¿no les parece?

Ingenioso, sí, porque de ahí en adelante la hambrienta inició una terrible devastación y creó una mortandad espantosa entre la ratuna  población, lo que devolvió la calma al avaro después de que aquel su ingenio le hubo ahorrado el gasto del gato y el queso en la ratonera. Y aquí mi mensaje, señores de la  justicia:

¿A cuánta rata no han enloquecido a estas horas? ¿Serán más corruptas que las ratas de uniforme que las capturaron? ¿Entonces? A excarcelar  la más sanguinaria y arrojarla contra sus congéneres. Quién quita, ¿no?  Porque con la táctica que han aplicado hasta ahora, ¿van a seguir “angustiosamente” pidiendo chichi al vecino del Norte? (No, gracias de nada.)

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