Otoño. La tierra, henchida de frutos, aguarda a los cosechadores, contratados por el dueño del terreno labrantío y que junto con él desmontaron la tierra, la sembraron y escardaron. Las tormentas del cielo hicieron lo demás.
Mientras maduraban mazorcas, espigas y vainas, los agricultores se mantenían vigilantes. Apenas amaneciendo abandonaban el jergón y salían a contemplar el cielo, no fuese a ocurrir que un sol demasiado ardoroso sorbiera la humedad del terreno y resecara la plantación. Entonces se daban a deambular por almácigos, arbustos y árboles frutales, y examinaban el estado en que había amanecido la fruta, el racimo, la vaina, la espiga, la flor. Y aquello era allegar tierra a la caña y abono a la tierra, y agua al abono y cauces al agua para que riegue la tierra. Preocupados, temerosos (todos, menos uno), oteaban los horizontes, allá donde cerros y peñascales se plagan de nubes ovachonas o ñengas, según. Que no llueva más.’Que el exceso de lluvia no pudra las raíces. Que el granizal no desgarre los retoños. Así vivían todos (menos uno), al pendiente de un sembradío que era promesa de grandes dones.
Pues sí, pero lástima: entre los agricultores uno había que sin arte cultivaba una labor ayuna de los cuidados de operarios expertos, que vivía devastada por depredadores de uña y garra. Con ánimo de espantar el azote de mazorcas y vainas (cuervos, gavilancillos, etc.) el inconsecuente se valía únicamente de espantapájaros, y así dio en colocar uno, dos, muchos de ellos en el corazón y los flancos del sembradío, y a los tales espantajos encomendaba la vigilancia y preservación de la siembra, encima de la cual la nata de alas negras rondaba debajo un cielo estrellante de sol. A veces tomaba la honda, y piedrazos al cielo. Nunca acertaba. Solo y su alma. Lleno de temor.
(Porque la soledad, si no templa, aniquila.)
Funesto día aquel. El solitario comenzó a comprobarlo con la angustia en la sangre: por su impericia, la plantación se arruinaba, se había arruinado. Frutillas en agraz se desprendían de la rama y caían al suelo. Se encanijaban los racimos. Las vainas enroscábanse, se desfloraban, escupían la semilla. Y así el tubérculo, y así las espigas, y así la flor. Y es que el solitario no había nacido para agricultor, que para ello se precisan cualidades de las que él carecía. Impotente para manejar el desastre, como alucinado recorría la plantación, y aquí intentaba resembrar, y allá enriquecer con abono el cascarón del terreno, y por dondequiera desparramar chorros de agua que detuviesen la catástrofe. Nada. Fue por entonces cuando el solitario dio en la manía de hablar solo.
Soliloqueando recorría la plantación, soliloqueando palpaba cada frutilla, soliloqueando la olisqueaba, le buscaba la plaga. Soliloqueando:
¿Será una plaga de insectos? ¿Llegaría en el viento? ¿Serán de la zorra esos rastros? ¿Qué animalejo depredador pudo atacar aquellos racimos mientras yo dormía? ¿Por qué en derredor florece todo lo verde, y aquí se agosta, por qué? Preciso es mantenerse despierto toda la noche, redoblar la vigilancia, nunca dormir. Vigilar. Por ahí habrá dejado la plaga alguna evidencia. Vigilar.
(Malo cuando un hombre cae en el embeleco del soliloquio.)
Y ocurrió, mis valedores, que desvelos preocupaciones y una sañuda angustia padecida en soledad terminaron por hacer mella en el solitario. Ronco de hablar su monólogo, aquél día el hombre se detuvo a la mitad de la plantación, contempló en silencio el desastre amarillento de hojas, frutas, espigas, racimos, vainas, flor. Mudo contempló el desastre, y de repente sonrió con sonrisa enferma, frutilla mostrenca de una razón trastornada. Y entonces…
Era una mañana de febrero fijaros biencuando el invierno aún no terminaba de despedirse y la primavera no acababa de llegar. Aquella mañana ocurrió que el solitario, sereno por primera vez (el grado más alto de la angustia arroja una desesperada serenidad), el agricultor inconsciente caminó por todos los puntos del sembradío, fue recogiendo uno a uno los espantajos y los agrupó en la medianía de la siembra en ruinas, y mientras los demás agricultores recogían cosechas ubérrimas y empanzonaban silos y trojes, el necio aquel agrupó los espantapájaros, y en el desastre de sembradío los contempló, y sonreía. Y entonces, de súbito, los miró con solemnidad, carraspeó, se alzó cuan larguirucho era, y así dijo a su hacinamiento de espantapájaros:
Quiero manifestar a todos ustedes, leales colaboradores de este gobierno, mi agradecimiento personal por el esfuerzo cotidiano, la alta sabiduría y el celo patriótico con que a lo largo de estos 5 años todos y cada uno de ustedes (h)an cumplido con tan óptimos resultados la responsabilidad que les encomendaron los y las mexicanos. Convencido estoy de que gracias a ustedes en diciembre les habremos de entregar una buena cosecha. Felicidades.
Y es que el hombre, cuando… En fin, si seguimos por este camino… (Fox.)