Tristuras del arrabal

La carne de hospital, mis valedores. ¿Habrá en este mundo soledad humana más aplastante que la del camastro de hospital de barriada? Fue ayer tarde, ya al pardear. Erraba yo por los corredores del sanatorio de mala muerte, tufos de morgue y desinfectante, cuando rematé frente al catre donde, posición fetal, se enroscaba aquel desdichado de pálida cuera y pupila ausente. A riesgo de que mi buena intención se malinterpretase: “¿Puedo serle de alguna utilidad? Traerle algo de estanquillo, llamar por teléfono a su familia…”

Mutismo. Ausente del mundo, el enfermo siguió con las pupilas fijas en la pared. Ah, la medida de la humana soledad…

– ¿Acepta que le haga compañía unos minutos? Quizá le alivie hablar de su padecimiento. O si prefiere estar solo…

Silencio. Ya abandonaba el cubículo. “Siéntese, pues…”

La silla, reflejo del hospital: una pata, quebrada; torcida otra más, y asiento y respaldo ya en fase terminal (hemorroides, vértebras torcidas). Seguí de pie. “¿Muy dolorosa la intervención quirúrgica? Lo noto alicaído”.

– Y cómo fregaos no, si yo nací para perder, sin estrella y estrellado. Yo cargo encima la mala suerte, el mal fario,  la salación. -Un suspirillo.

Pensé: ¿sida, tal vez? ¿Cáncer? O quizá la amantísima, que lo acaba de abandonar. La muerte en vida lo llevaría a atentar contra el remedo de vida que vivió después. Lo vi removerse.

– Porque yo, cuando sano, enfermo; cuando enfermo, grave. Si me agravo, muerto estoy. Así me verá: solo y mi alma. Un apestado. Ah, mi destino…

Afuera, ulular de trenes que a bramidos se dicen adiós. ¿Trenes? ¿Cuáles? ¿No serán fieras patrullas que olieron la carne humana? ¿Ambulancias enloquecidas que, parturientas, intentan dar a luz, (a sombras) su cargazón de dolor y muerte?

– Este catre no lo dejo enfriar. Me le voy un tiempo y aún tibio de mis humores cuando regreso…

El gargajoso clamor del ánima arrabalera, tufaradas de alcohol, desde la calle entra a empellones en la canción del flagelado : “Pa qué me sirve la vida – cuando se trái amargada…’’

– La Navidad aquí me la pasé, vuelto un santo cristo por cuestión de la pastorela. Como a mí me tocó ser Luzbel. Una costilla hecha garras, que la espada del Miguel me la dejó flotante…

Y que familia, ninguna, y que por sentir el humano calor y la humana compañía se ofrece para participar en cualquier acto público. “¿Sabe que la Semana Santa participé en la pasión de Iztapalapa? Judas…”

Quebranto, tribulación, amargura. “Un centurión romano de falda tableada y sandalias se me dejó venir por derecho y mire”.

Molacho. Que aceptó actuar en la batalla del 5 de mayo. “Pero no me la dieron de Zaragoza. De Juárez, ya de perdida. No. De Saligny. Un zacapoaxtla en brama de patriotismo, nacionalismo y tlachicotón, me sorrajó un puntazo de mosquetón que me desacabaló el par.

– Ahora entiendo su preocupación.

– Qué va a entenderla.  Mire la nueva invitación. Quezque un digno remate del Bicentenario.

Leí el argumento. Una especie de drama griego, pero esperpéntico. El escalofrío. “Rechazó tal crueldad,  supongo”.

– Supone mal. En qué estaría yo pensando. Mi mala suerte, el mal fario,  la salación. Primero Luzbel, después  Judas, zuavo, y ahora…

-Pero esto resulta trágico. ¡En la alegoría va a representar al México de hoy y a sostener encima a un Calderón todavía más salado que usted y que saló a todo México! ¿Sabe lo que usted va a perder?

– Claro, el otro, el que me queda vivo del parecito…

Mordió la almohada Lo oí sollozar. Yo me la persigné. (Qué más.)

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