«Hijos de fruta…»

– Pero ésos no tienen por qué preocuparse, contertulios. Los saqueadores y vende-patrias conocen bien a las masas, las tienen bien sopesadas y saben hasta qué grado son de desmemoriadas. Por ellas no tienen qué sentir temor cual ninguno, y aquí tengo las pruebas.

Vimos que el maestro abría su libreta de pastas negras e intentaba iniciar la lectura, cuando en eso ¡friégale!, que de repente allá afuera, en plena calle, la insoportable escandalera de una jauría de perros callejeros le impidió hacerse oír. El maestro aguardó, y aguardamos nosotros. Yo, por aquello de que las denuncias de la libreta de pastas negra termina siempre por alterarme el sistema de nervios, pegué hondo y profundo amamantón a la de cuachalalá e ixtaflate. Desde allá afuera, mientras tanto, y hasta la estancia de mi depto., donde se celebraba la tertulia de anoche, el animalero de miércoles nos aturdía a ladridos, aullidos, bufidos, gruñidos rabiosos. Y ándenle, que ahí habló, casi a gritos, para hacerse oír, la Sra. viuda de Vélez, por mal nombre La Maconda, neo-panista que adora a Diego el barbón en la misma medida que detesta al Peje y anda en plena campaña proselitista a favor de Felipe Calderón (FeCal):

– Oigan nomás: la perrada de chuchos peleándose el hueso, exactamente como los otros chuchos se disputan el hueso con los amalios y los bejaranistas de Lola la Padierna, cáfila de indecorosos.

Los chuchos rijosos se apaciguaron. Mordidos, sangrantes, desorejados, de todas formas la lista de los plurinominales quedó tal cual. ¡Y semejantes chuchos y chuchas cuereras, dije entre mí: tales modelo de mediocridad, impericia y sinvergüenzadas, serán los senadores de la nación. Dios..!

Otro apalancón al de tila, cuasia y cuachalalá para amansar unos nervios encrespados, cuando en eso, mis valedores, escuché la voz de mi padre Juan; una voz queda, al oído, desde el más allá, donde se ha mudado a vivir:

«Pero no me almiro de los chuchos, ni de los amalios ni de los bejaranistas. No me almiro de que semejantes corruptos e ineptos -y la ineptitud es también una forma de corrupción- vayan a ventosear un escaño del Senado de la República. No me almiro de ellos, me almiro de ustedes, mi hijo, de unas masas que, sempiternas menores de edad, consienten a todos los chuchos. Me almiro de ustedes, a los que todo se les va en renegar, e-xi-gir y forjar mega-marchitas, sin nunca querer entender que para exigencias y mega-marchitas ya el propio Sistema creó el antídoto correspondiente. Cuánto miedo, cuánto respeto le puede inspirar la estrategia de las masas, que se da el lujo de revelarles el antídoto de marras: Ni los veo, ni los oigo, ni siquiera los siento, y háganle como quieran». ¿Qué dices a esto, mi hijo..?

Suspiré, agaché la cabeza, y entonces la voz del maestro:

– Usted preguntó, don Tintoreto, cuál pueda ser el temor de los depredadores de la nación. La respuesta está
no en el aire, como decía el compositor Bob Dilan, sino en la Historia. Vamos a consultarla. Saqueadores, bandidos y uno que otro asesino felón. Los que nos malgobernaron, ¿dónde están? ¿Dónde están sus familiares, que tanto y tan a lo cínico y descarado se aprovecharon del tráfico de influencias para su medro personal? Ellos están ahí nomás, a la vista de todos nosotros. Ahí permanecen, disfrutando en paz de sus buscas mal habidas. ¿Y? ¿Qué hay de las masas, cómo reaccionan a la injusticia y a la impunidad..?

El matancero intelectual de Tlatelolco y Rivera de San Cosme; el que deshizo el Comunista Mexicano cooptando a sus cupulares, hoy diputados, senadores, gobernadoras y muertos ilustres: ese dañero cuya biografía personal cabe en dos fechas, 1968 y 1971, y un par de charcos de sangre hasta hoy impune, ¿no sigue ahí, encuevado e su residencia de San Jerónimo? La Margarita López Portillo, ¿no sigue deshojándose de años y achaques físicos ahí nomás, tras lomita, en su mansión levantada en terrenos de Chapultepec? ¿Y nosotros? ¿Cuál es la reacción de las víctimas de su depredación, que somos todos nosotros? ¿Los predadores preocuparse? ¿De qué o por qué, contertulios?

El juguero observaba el techo. El Síquiri se removía en su sillón. Por cuanto a La Lichona -ese su rostro de arcángel del Renacimiento, esas sus redondeces, esos sus blancos maltones, esos sus esos… (ándale, machín)-, ella se contemplaba las uñas. Parecía contarse los dedos. Tenía los diez. A medias alcancé a oír la sentencia que a toda voz dictaba la tía Conchis: «Hijos de fruta todos ellos, desniéguenmelo». Afuera, solitario pero más amenazador que sus congéneres, otro de la jauría:

«¡Ese del volks. cremita, ¿qué no oye? Oríllese pa’la orilla…!»

Mostrando su libreta de pastas negras, el maestro: «Aquí, contertulios, se consignan los datos. En relación a los apellidos de expresidentes diversos…»

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