¿Y los instintos?

El de conservación, por ejemplo. Salvaguarda esencial del antropoide, tal pulsión instintiva se nos empozó en el inconsciente y, atenta siempre y siempre vigilante, en la situación de peligro salta como rayo en seco, y venga el disparo de adrenalina, y entonces…

Pues sí, ¿pero qué ocurrió con nuestro instinto de sobrevivencia? Recuerdo, a propósito, el caso de la Bicha y el Rosco, mininos que aceptan vivir bajo mi techo y al amor de mi gente, tan amorosa con ellos más que conmigo. Mansos de corazón, medio día se la pasan remoliendo croquetas y el otro medio durmiendo entre ronroneos, y todavía se dan tiempo para condescender, si traen el humor a modo, con arrumacos como esos con los que los incomodan Ariel  el güerejo y la jovencísima Mayahuel de las zarcas pupilas, ella tan hermosa que en ratos creo que lo hace a propósito. Luego de permitir a lo displicente que les soben los lomos, la Bicha y el Rosco tornan al sueño, y la paz. Apenas oscurezca van a escabullirse por la azotehuela hasta las vecinas azoteas, y entonces sí, a participar en la zanfranza de orgías nocturnales con los congéneres del vecindario, y a convertir la azotea de mi habitación en campo de amor, guerra florida, torneo galante y territorio iraquí que invadieron gatazos atrabiliarios, que hagan de cuenta Bushes, Obamas y demás autores de miles de muertos, dañeros felinos que producen una dolorosísima ración de sangre, cadáveres, llanto y desolación; como en Iraq, en Afganistán, en México. Porque así aman los gatos en mi azotea, muy al estilo del macho mexicano: de noche, a oscuras, validos de la sorpresa, el asalto, la viva fuerza y garras y colmillos. Lo dijo el poeta:

“Los gatos erizan el ruido y forman una patria espeluznante”.

¿Algún episodio más allá de lo cotidiano y doméstico podría acontecer con los animalillos caseros que habitan  en esta su casa (la de ellos), conmigo como el servidor de los dos? Pues aquí lo asombroso, que me ha llenado de estupor y cavilaciones. El día de autos (óyelo),  solicitada telefónicamente la presencia del veterinario, el susodicho acudió a aplicar a los dos gatos su respectiva ración de vacunas contra rabia, sida, moquillo, papiloma humano y cáncer de mama. La Bicha y el Rosco, entretanto, dormían acá arriba, sobre la mesa donde redacto estos párrafos, engarruñados entre alteros de carpetas, libros de consulta y mi libro de oraciones que, por pudor, he camuflado con fotos pornográficas en las carátulas. Desde mi estudio no se alcanza a ver la puerta de entrada y el veterinario no tuvo necesidad de tocar el timbre, que ya el Arieluco lo estaba esperando. En llegando el veterinario subieron Mayahuel y el güerejo y con la naturalidad de costumbre tomaron en sus brazos al par de mininos, y mis valedores:  fue entonces.

Dos, tres pasos, dos, tres escalones de la escalera que baja hasta el rincón del corredor donde aguardaba, invisible a nuestra vista, el veterinario, y de repente los animalejos revolviéronse entre los brazos, y que se encrespan y se acalambran, tirando arañazos, bufidos y tarascadas. ¿Y estos? En mala hora acudí en auxilio de la de las zarcas pupilas: de la Bicha que sostenía en brazos recibí furibunda ración de arañazos, tatuajes de hemoglobina. ¡Refuerzos!  Acudieron Aída (tú, la de todos los días), doña Lupe con todo y mandil y un ayudante del veterinario con experiencia previa, que había sido granadero y experto en amansar antorchistas y pancho-villistas.  Y a repartirse con nosotros los arañazos. (Esto sigue mañana.)

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