Tertulia de anoche. El maestro abrió el libro aquel, y nos lo mostraba:
– Los viajes de Gulliver, contertulios. De ustedes, ¿quién lo ha leído?
«Bueno, este, como si dijéramos…» Observé que los aludidos se observaban entre sí. Ninguno, al parecer, conocía la existencia del libro ni, es obvio, esa profusión de símbolos para el que sepa desentrañarlos.
– O sea (Doña Tintorera, 90 kilos a cuestas): ¿acaba de aparecer en el mercado, como La Familia Presidencial o los libros de la chava esa argentina, cómo se llama? Olga Wornat, ¿no?
– Los viajes de Gulliver se publicó un poco antes, en 1720, y habla de Vicente Fox y su «gabinetazo», sólo que Jonathan Swift, el autor, los denomina proyectistas especulativos y arbitristas políticos. Para el caso es igual. Según el autor inglés, Vicente Fox y los funcionarios de su gobierno habitan en la ciudad de Lagado, capital de un país denominado Balnibarbas. ¿La visión de Lagado?
Cuenta Guliiver que las casas se miran ruinosas, que los transeúntes caminan de prisa y ofrecen un aspecto huraño, muchos de ellos cubiertos de andrajos (de fayuca). Por cuanto a los terrenos labrantíos: «Vi a muchos labradores trabajando el suelo, pero no advertí perspectiva alguna de crecimiento de hierba o grano, aunque la tierra era excelente. No pude explicarme la causa de que habiendo tantas manos, cabezas y rostros ocupados y preocupados en campo y ciudad, no se descubriese ningún buen efecto de sus actividades e inquietudes, ya que, muy al contrario, nunca había visto yo suelo tan infortunadamente cultivado, casas tan mal aderezadas y ruinosas, ni gentes cuyas ropas y apariencia delatasen tanta miseria y necesidad». Efectos del arbitrista Vicente Fox y sus proyectistas especulativos, acota Gulliver.
¿Y dónde operaban los susodichos arbitristas y proyectistas? En un muy famoso edificio de aquella ciudad. Algunas de las observaciones del visitante:
Conoció en aquel edificio a un ingeniosísimo arquitecto, miembro del gabinetazo que había descubierto un método para construir casas empezando por el tejado y descendiendo hasta los cimientos, «lo que justificó mostrándome análoga práctica de dos industriosos insectos: la araña y la abeja». Proyectismo.
Cierta funcionaría del gabinetazo, ciega de nacimiento, era la encargada del arte pictórico. La artista trabajaba con diversos aprendices, ciegos de nacimiento también, en la mezcla de pinturas de todos colores, que serían la materia prima para el equipo de artistas plásticos, ciegos de nacimiento, que dotarían al país de una muy apreciada obra pictórica. ¿Cómo operaban los aprendices? Sara, la funcionaría, les enseñaba a distinguir los colores por el tacto y el olor.
«Esta artista gozaba de gran apoyo y admiración en todo el país gobernado por el proyectista especulativo y promotor de la sabiduría especulativa, quien distraía toda suerte de recursos económicos para alzarle su propio mausoleo, al que ya desde entonces denominaban Biblioteca José Vasconcelos».
Y que cierto funcionario del gabinetazo, manos y rostro enhollinado, llevaba los cinco años del foxismo trabajando en un proyecto para extraer rayos de sol de los pepinos, que debían ser puestos en recipientes herméticamente señados y sacados para caldear el aire en los más fríos e inclementes veranos. «Me aseguró que no dudaba de que en unos ocho años podría proporcionar a los jardines de Los Pinos rayos de sol suficientes a una tarifa razonable. Pero necesitaba una mayor cantidad de pepinos».
En otro departamento encontré a un arbitrista que había encontrado el modo de cultivar la tierra con cerdos, evitando los gastos de arados, ganado y mano de obra. El método era este: en un acre de superficie se enterraban, a seis pulgadas de distancia y ocho de profundidad, cierta cantidad de dátiles, nueces, bellotas y otros vegetales de que gustan los puercos y luego, soltando a seiscientos o más de éstos en el campo, el tal, de allí a pocos días, habría sido revuelto hasta las raíces por los animales en busca de aquellos alimentos, dejándolo apto para la siembra y abonado con sus excrementos».
¡Excrementos!» ¡Un tremendo hedor me detuvo! En un cuchicheo, mi guía me acon-sejó que no ofendiese al proyectista mostrando mi repugnancia; ni aun pude taparme la nariz. Aquel funcionario era el jefe máximo. Su cara tenía un pálido color amarillo; sus manos y ropas estaban embadurnadas de inmundicia. Al verme diome un estrecho abrazo, cumplido que yo hubiera excusado con gusto. ¿Su tarea? Intentar convertir los excrementos humanos en el alimento original que fueron, separando sus varias partes, eliminando el olor que les da la bilis, disolviendo lo no aprovechable y quitando la mucosidad».
¿Quién proveía al funcionario del enorme tonel de excrementos? La propia familia, asegura Guliiver. ¿Y los gobernados de semejante gabinetazo?, le pregunté. Todos ellos, ¿pasivos? Guliiver agachó la cabeza. (Volveré con el tema.)