Laputa y sus hijos

Muy cierto, mis valedores, los viajes ilustran. Cuando menos Los viajes de Gulliver, novela de Jonathan  Swift de lectura obligada. En una de sus travesías el protagonista conoció cierta isla flotante de nombre Laputa. En Legado, su capital, se alzaba una enorme columna, y en la punta la estatua de un ciudadano liliputiense. “¿Y ese enanín? Me parece reconocerlo”. Sintió, furibunda, la mirada de sus anfitriones.  “Nuestro padre patricio, benefactor”.

Que lo llevaron a conocer la academia, donde pudo constatar los portentosos avances de sus científicos, “cuyos reportes utiliza para su informe nuestro padre benefactor”.

En el trayecto pudo observar el panorama de la ciudad: unas casas ruinosas y unos transeúntes cubiertos de andrajos que se apresuraban a ganar el refugio de sus covachas porque la calle era un basural de restos humanos: cuerpos despedazados, cabezas sin torso, torsos descabezados. Los de Laputa,  el terror en los ojos. Más allá, los terrenos labrantíos, cuya producción anual sirve de base para el informe del benefactor:

“Vi a muchos labradores trabajando el suelo, pero no advertí rastros de hierba o grano. No pude explicarme la causa de que habiendo tantas manos, cabezas y rostros ocupados y preocupados por el agro, no se descubriese ningún buen efecto de sus actividades, ya que, muy al contrario, nunca había visto yo suelo tan infortunadamente cultivado, casas tan mal aderezadas y ruinosas, ni gentes cuyas ropas y apariencia delatasen tanta miseria y necesidad”.

Con razón: minutos después conocería a cierto científico del gabinete real que había encontrado el modo de cultivar la tierra sin los gastos de arados, ganado y mano de obra. ¿El método? Cerdos. En una hectárea  de terreno enterraban, a seis pulgadas de distancia y ocho de profundidad, cierta cantidad de dátiles, nueces, bellotas y demás vegetales de que gustan a los puercos. Luego,  soltando a seiscientos o más de éstos, “de allí a pocos días habrán revuelto el campo  hasta las raíces en busca de esos alimentos, dejándolo apto para la siembra y abonado con sus excrementos”. Para el informe liliputiense.

Otros aciertos científicos: “uno, sembrar la tierra con basura, que, según el científico, contenía la virtud de cualquier sementera, lo que demostraba con múltiples alegatos que no fui lo bastante inteligente para comprender. El otro: una composición de gomas, mineras y vegetales, cuya aplicación exterior a una pareja de corderillos recién nacidos impediría que les creciese la lana. Contaba así, en un razonable plazo de tiempo, propagar en todo el reino la cría de ovejas sin lana”. Para el informe.

“En el santuario de la ciencia conocí los experimentos tocantes al ramo textil. Entramos en un cuarto cuyo techo y muros estaban cubiertos de telarañas, con un angosto pasillo destinado al inventor. Al verme llegar exigió no molestar a sus arañas. Criticaba el error del mundo al emplear gusanos de seda cuando hay abundancia de insectos muy superiores a tales gusanos porque saben hilar y tejer. Valiéndose de arañas se proponía llegar a abolir las complicaciones de teñir la seda. Me enseñó muchísimas moscas de bellos colores con las que alimentaba a sus arañas, afirmando que éstas adquirían el mismo matiz, y así, cuando tuviese arañas de todos colores, podría hacer telas al gusto apenas se  encontrase las gomas, aceites y otros ingredientes que diesen fuerza y consistencia a los hilos”.

La relación de la materia prima del informe liliputiense finaliza el lunes. (Vale.)

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