Sr. Vicente Fox, ex-presidente

Estoy mirando la foto de su sucesor en Los Pinos, el cual observa la sangre sin siquiera parpadear. Pero no, señor Fox, no se trata de la sangre derramada en un desplumadero de Hank Rhon, no de los 50 mil o más cadáveres que en apenas cuatro años y medio ha logrado acumular el de Los Pinos. No se trata de la sangre de policías, marinos o militares. Lo que su sucesor observa sin apenas arriscar la siniestra ceja  no es ni siquiera ese escuálido diez por ciento de “daño colateral”, como el funcionario de marras calificó el asesinato de criaturas, niños, mujeres, ancianos y adolescentes,  nacionales y extranjeros, ultimados a plomo, a golpes, a puñaladas, a tortura vil, y algunos, se infiere, sepultados vivos. No. Esa sangre no alcanza a conmover al de Los Pinos.

Señor Fox, ex-presidente:

Criticado en extremo fue su gobierno, en la medida que tanto esperaban de él los cándidos. Polémica fue su forma de actuar, de vestir, de expresarse. Arrobas de descrédito le acarreó su polémico matrimonio con una arribista, al igual que la actuación servil y acomodaticia de purpurados del calibre de Norberto Rivera y Onésimo Cepeda para descasarlos a ella y usted, dejando a Manuel Bribiesca con varios hijos sin madre, hijos inexistentes,  porque de la maniobra de El Vaticano la señora que habíalos parido salió de manos de los maniobreros de capa pluvial punto menos que doncellita. Qué milagros estén fuera del alcance de un pontífice pragmático-utilitarios como fue Juan Pablo II.

Esa sangre, señor Fox, fue la sangre de Juan Pablo II, encerrada en una especie de jeringa para intramusculares, la que el sucesor de usted observa estremecido  de unción, devoción, conmoción y respeto, como a la espera de algún milagrito. Señor Fox, ex–presidente:

Genio y figura. Célebre fue, y escandalosa, su participación en sesión solemne del Colegio Electoral cuando usted, iracundo y vociferando, cierta madrugada de septiembre de 1988 convirtió  el recinto legislativo en gallera, avispero y palenque, para protestar de manera iracunda y escandalosa contra el primer impostor en la historia contemporánea del país, el espurio Carlos Salinas. Se desempeñaba usted como diputado federal, y según crónicas de aquel tiempo, solicitó de Miguel Montes García,  presidente del Colegio Electoral, le concediera el uso de la palabra, y entonces:

“Para hechos, tiene la palabra el C. diputado Vicente Fox”.

Subió usted al estrado, se colocó un par de boletas electorales a modo de orejas de burro (las de Salinas), e inició tal cual  el siguiente discurso:

– Buenos  días. Yo quiero referirme a los hechos del simpático compañero (aquí el nombre) en su relación de hablar tres veces (sic) sobre el candidato Salinas (aplausos, protestas). Yo quisiera invitarlos conmigo a la residencia de este señor Salinas, a verlo ahí en su sala, sentado con su señora y con sus hijos y él les está diciendo:

– Hoy, antes de las doce seré nombrado Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos. Este es un gran honor y representa la más alta responsabilidad a la que puede aspirar un mexicano; ser el guía moral de 80 millones de ciudadanos, ser el coordinador y promotor del esfuerzo de todos esos mexicanos, ser el motivo de unión y solidaridad de todos los habitantes de esta patria para mantenerle soberana, libre e independiente.

Quiero aprovechar estos momentos en la intimidad de nuestro hogar para comentarles cómo me siento. Me encuentro incómodo, me siento triste  y a la vez siento miedo.

(Fox sigue mañana.)

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