Gorilas y orangutanes

Los antropoides esta vez, mis valedores, esos beneméritos que  en la teoría del evolucionismo constituyen nuestra raíz, el origen del que nos enorgullecer de llamar el homo sapiens, por más que el irónico lo estipula:

– El antropoide es demasiado noble como para que nos vanagloriemos de descender de él.

Pudiera ser. En fin, fabulilla de origen oriental, hoy la presento ante ustedes porque me parece muy a propósito como para leer entre líneas. Juzguen ustedes.

Fue en luengos ayeres y tierras remotas, magia y encantamiento, donde existió cierta comunidad en donde coexistían de manera pacífica, o casi, comunidades diversas de monos, gorilas y orangutanes, changos de todo pelo, alzada e instintos, desde los monos tihuís hasta los gorilones de buen tamaño. Y la paz, o casi…

Sucesivos amansadores, adiestradores y manejadores, al grito de «¡al cambio!», ganaban la voluntad de los antropoides, que en triunfo los llevaban hasta la cabaña circundada por los pinos donde por turno tomaban por su cuenta y riesgo la administración de los habitantes del bosque y de todo aquello de provecho que producían las manos de la changada población. Pues sí, pero…

Pero válgame, que de repente se anubarraron los cielos y en el ambiente se percibieron tiempos de catástrofe. La changada población ya no pudo más.  Y cómo, si había ido comprobando que aquél que a costillas de todos vivía en la cabaña de los pinos no pasaba de ser un embustero. ¿El cambio prometido? ¿Cuál cambio? ¿Los millones de empleos? ¿Cuáles empleos?  ¿Seguridad pública? ¿Era seguridad el miedo que él vino (¡vino, más vino!) a generar, y el pánico ante el reguero de más de 50 mil cadáveres hasta el día de hoy?

Nada cumplió el patrañero. De fraudulento se exhibió ése que  para encuevarse en la cabaña y gozar de sus privilegios (haiga sido como haiga etc.,) prometió a la comunidad lo consabido (y que ya habían prometido los anteriores amansadores: el cambio, el empleo,  un verdadero combate a la pobreza y una efectiva seguridad pública y mucho más); ese, sí, cuyo arribo a la cabaña de los pinos estaba viciada de origen porque a la ley del más fuerte había sido  impuesto por unos feroces orangutanes que lo atornillaron a la cabaña de manera subrepticia por la puerta de atrás,  y ni cómo sacarlo de su escondrijo; ese al que toda la changada terminó por aborrecer y mandarlo a la changada. Más lejos; hasta el desván donde la historia suele arrinconar los trebejos.

Por otra parte, ni el impostor entendía el lenguaje de la población de antropoides ni ellos en del impostor, fenómeno que produjo en el bosque aquel clima de crispación, turbulencia y hervor que comenzó  a originar conatos de violencia contra el que despreciaban por advenedizo, espurio, impostor. Espeluznante.

Y los delitos del susodicho comenzaron a provocar vientos de chamusquina. Y es que  una de las obligaciones del de los pinos consistía en la distribución de los alimentos que se administraba a la comunidad, y que el muy menguado  cumplía a discreción, dedicando una mísera pizca para los habitantes del bosque. Nunca antes la población había padecido bajo el peso de tanta escasez, tanta hambre, tal inanición. (De allá, de las montañas, las aguas comienzan a bajar turbias…)

Pues sí, pero de repente la voz del predestinado: «¡Al cambio! ¡Combate a la pobreza y empleo para todos!»

Insólito. Toda una novedad. La esperanza, florecida otra vez. (Esta changada finaliza mañana.)

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