Este México nuestro (o casi)

Este México fiel a sí mismo y a su espejo diario, pero cambiante siempre, renovado siempre, siempre renacido como en una perpetua ceremonia del fuego nuevo y del Nuevo Sol. Permítanme que recuerde los tiempos aquellos que se me fueron para nunca más. Qué tiempos aquellos que no han de volver. A propósito:

En esta noble y leal he invertido más de un tercio de mi propia existencia, y bien sé que con ese tercio no me levanto, que es el tercio del diario vivir una vida deleitosa a destellos y arrastrada las más de las veces, y  qué hacer. No lloro, nomás… (Y el suspirillo.)

Recuerdo los años en que bajado del cerro arribé a esta ciudad todo engentado,  todo encandilado y sin saber para dónde ganar, como allá decimos. Fue entonces cuando me aferré a esa tabla de salvación que fue la colonia Morelos y caí a  vivir de arrimado en cierta vecindad de la Plaza del Estudiante, en la cálida cercanía de cines, piqueras, mancebías y mercados, en mi rostro el aliento cálido de Tepis Company. Tiempos los de la primera de mis juventudes (ando quemando mi última.)

Yo, con aquella familia que me daba a valer, era feliz, pero lástima:  por aquel entonces no lo sabía. Claro, sí, bien conozco el dicharajo del muerto y el arrimado, pero no, que el arrimado apesta sólo cuando se trata de familiares. Con una familia de extraños yo nunca llegué a apestar. Nunca con mis valedores de aquella benemérita vecindad. Me acuerdo.

Muy temprano a salir a la plaza y de ahí caminar unas cuadras, y mirar la barrriada, y olfatear sus humores, observar a sus gentes y captarles sus modos, a oírles ese dejo cantadito al hablar, y contemplar aquel raigón de  ciudad, la barriada, y bebérmela por los ojos, por todos los poros de la pelleja. Allí inicié un rendido amor por mi ciudad adoptiva, amor que le he demostrado con dichos, con hechos, con mis acciones. Así hasta hoy. Mis valedores…

En el recuerdo estoy mirando aquel retazo de mi ciudad: calles que se engrifan de afanosos buscavidas, parques erizados de muchachejos que con cemento levantan sus castillos en el aire, basural de las cuatro esquinas espulgado a ladridos y hocicazos,  iglesias casi siempre vacías, y casi siempre repletas de clientes unas casas privadas de mujeres públicas; allá, públicos edificios por aquel entonces abiertos de par en par; sin guardias, sin armas de alto poder, sin sistemas de circuito cerrado ni neuróticas medidas de seguridad; sin paranoias ni ese temor que provoca la mala conciencia de un Calderón tan amado del pueblo que se ve forzado a vivir encuevado,  y si va o viene se enconcha detrás de la bota cuartelera. No. Otro México era el que me dio la bienvenida. Otra aquella mi ciudad. (¿No los estaré aburriendo? Sigo, pues.)

Me acuerdo de que en la banca del parque me sentaba a ver la vida pasar y ver pasar a los chilangos (a las chilangas, más bien. Yo todas las cosas de la vida, del mundo, del demonio y la carne, las miro siempre a través del filtro femenino.) Y en una de esas observé a dos vejanconas tras la querencia del super-chiquito (que se los reviro, cuidado). Habló la del faldón color mamey:

– Qué iremos a hacer con esta situación tan diatiro. Yo antes tan buenas pechugas, y ahora puros pellejos…

– La edad no perdona, Romelia.

– Las pechugas de pollo, Jesusita. Carísimas. Y luego el alza de la leche, qué mala leche la de los comerciantes. No, y esta escasez de huevos…

– ¿Escasez? Que el Calderas siga con sus tiznaderas y ya verá usté si hay o no hay huevos.

(Esas y esos, más tarde.)

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