Conté a ustedes que a media semana viajé hasta alguna remota región del norte, noreste de la ciudad, donde en la viva entraña de una tierra muerta se desmorona de vejez un caserón habilitado de asilo para ancianos y demás desahuciados. La asilada a la que fui a visitar ha alcanzado el siglo de vida, si es que lo suyo es vivir. Pero no, que la benemérita anciana ya está muerta en vida. Ayer, día de su cumpleaños, volví a visitarla. Me la encontré, sola y su alma, en el rincón más remoto del jardín. Miré su rostro: grave, ceñudo. “Buena fiesta le armarían sus nietos”, le dije.
Mohína me miró. Algo la contrariaba; algo le alteraba el humor. “Y cómo no, si me estoy ahogando por dentro”.
– ¿Derrame en los pulmones, alta presión, flemas?
– Cuál presión, cuáles flemas. Bilis, que traigo en las venas en lugar de sangre; bilis negra que me sollama por dentro. Ahí donde tú cargas el corazón yo cargo mi vesícula. Ando con la rabia, como los perros del mal.
Ajale. A lo disimulado me le retiré unos centímetros. “Algún disgustillo con los internos, con el personal. ¿Mala atención, la comida, señora?”
– Cuál atención, cuál comida. Mis nietos, mostrenca ralea de logreros, ingratos, traidores por vocación. Que la sangre se les pudra en los riñones.
– ¿Pues qué, ninguno le festejó su cumpleaños?
¿Y eso? En la oscuridad, a lo solapado, se acercaba una sombra negra.
– ¿Dónde están esos que tanto mamaron de mis tetas?
¿Sus tetas? ¿Ya cuáles tetas? “Mis hijos se las acabaron”. (¡Me adivinó el pensamiento!) Miré hacia la oscuridad. La sombra negra se aproximaba.
– ¡Caiga mi sangre sobre esa cáfila de descastados!
– Cuidado con su vesícula. Y mejor que ya se hayan olvidado de usted. Si supiera lo desprestigiados que están todos sus descendientes. Enchiquerados estarían en la cárcel, de no ser tan alcahuetes los señores justicias, y tan agachones todos nosotros, los de la sociedad civil.
La sombra negra venía atravesando el jardín. ¿Residente, visitante, quién sería la tal sombra negra? Yo, aquella corazonada…
– Ya todos se olvidaron de que les di la vida.
Para qué venirle con la mala noticia de que ahora pronto los cristeros tardíos que haiga sido como haiga sido se empericaron en el poder no pierden oportunidad y recurren a toda clase de tretas sucias para extirpar de la memoria de las masas sociales todo vestigio de lo que en la historia de nuestro país representó esta benemérita anciana. La renegrida sombra (¡que no vaya a ser él) se aproximó varios metros. Un papel en la diestra. ¡No, en la zurda! Que no vaya a ser ese que me estoy figurando (me estremecí). Que no sea el que estoy pensando. Protégela, Señor. Miré a la anciana. Me dio una lástima. Pero cobardón que no fuera:
– Me va usted a perdonar, pero tengo que retornarme. Ahora que sola no se va a quedar, que ahí viene alguien a festejarla. Que le aproveche, señora.
– No quiero festejos. Yo ya no soy de este mundo.
– Creo que ese viene a declamarle un buen discurso.
No un discurso. Un responso. El oficio de difuntos. Porque el visitante es el heraldo de la muerte, del dolor, de las lágrimas. Ese es el mensajero de la mala suerte, de la salación, del mal fario. “Ahí viene su visita, felicidades”.
– No quiero visitas. Que los muertos entierren a sus muertos.
Para qué decirle que ese ya enterró más de 50 mil, y ya encarrerado va por más. “A usted, por lo pronto, más le vale encomendarse a su Dios”.
Huí. Qué vergüenza. (En fin.)