El ahijado de la Muerte

O el sexenio de la muerte, tal como nombra al de Calderón Silva-Hérzog Márquez, porque durante el gobierno del Verbo Encarnado México “es un país más cruel, más salvaje, más bárbaro e inhóspito de lo que era hace cinco años”, y porque lo han convertido en un tiradero de cadáveres y un negro paño de lágrimas, duelo, dolor y cotidiana exaltación de la Descarnada. Calderón.

Mouriño ayer, hoy Blake Mora, con el presidente de un Estado laico mentando en las exequias pasajes bíblicos ante la presencia viva de la muerte, hoy más presente que nunca antes en tiempos de paz. Hoy Blake Mora, Mouriño ayer, y anteayer Ramón Martín Huerta, encargados los tres  del área de una seguridad pública electrizada por la acción de la criminalidad, el ejército, los policías y la Marina armada. Calderón.

Blake Mora. Revela uno de los cercanos a Los Pinos que “el presidente Calderón se encerró una hora a llorar la muerte del secretario de Gobernación”. Esto del llanto yo no lo creo. Cómo un presidente del país se va a poner a llorar. Cómo, si llora, va a dejar traslucir ante testigos una acción que denota una absoluta inestabilidad emocional. ¿En un estadista? Calderón.

Fue a principios de noviembre, pero del 2008, cuando escribí en este espacio: “Y ahora mismo el estallido y el incendio, en todos sentidos, que terminaron por desgarrar a sus víctimas, Juan Camilo Mouriño y José Luis Santiago Vasconcelos, entre ellas”. Se repitió la historia, y no en plan de farsa. Tragedias fueron las de 2005 y 2008. Tragedia es la de hoy día. La tragedia, santo y seña del presente sexenio. Calderón.

La muerte mata, sí, pero a modo de compensación cuánto solemos hermosear a la víctima a la hora de embalsamarla. Prudencia y poder de conciliación en este al que en vida calificábamos de mediocre; inteligencia e iniciativa en el que  motejábamos de corrupto con diversos contratos de PEMEX, y modelo de temple, carácter y determinación en aquel que en vida achacábamos probable colusión con el narcotráfico. Afeites y maquillaje. Calderón.

Pero vivimos noviembre y acabamos de invocar las almas de los fieles difuntos; vale, entonces, que evoque a la muerte, ella, la mía,  que en cosa de años y felices días ha terminado por hablarme de tú. (Me está oyendo, me guiña un ojo, mírenla.)

En fin. Porque vivimos noviembre (lo mal vivimos, lo sobrevivimos apenas, a penas) ahora voy a referirme a esa Descarnada que, a decir de la Biblia, constituye el castigo divino por la desobediencia del hombre. Si Eva y Adán, con sus descendientes, iban a ser inmortales, la muerte fue un castigo correspondiente al “pecado original”. Así, la muerte deja de ser un accidente para convertirse en “una fatalidad y una violación del orden natural”. De esta manera y para algunos filósofos el mundo es una monstruosa, gigantesca prisión, y la muerte la única salida de los condenados a la pena capital. “Cada día unos son degollados frente a mis ojos; vemos cómo seremos, a nuestra vez, degollados. Esa es la condición humana”. Malraux.

En condenados a muerte, según los existencialistas, nos sentencia el destino. Así, todos los crímenes que pudiesen cometer todos los hombres de todos los tiempos nada significan si se comparan al crimen fundamental de la muerte. Que la susodicha, para el ateo, es un crimen sin criminal, y para el creyente un crimen perpetrado por Dios. Terrible.

Pues sí, pero “una dicha para el hombre es su condición de mortal, pues gracias a tal condición su existencia puede hacerse dramáticamente intensa”. (Calderón.)

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