Significado oculto

Sabio serás, caminante, si lo descifras. Escucha: es un acantilado altísimo y solitario, que visitan sólo las aves marinas. Es una tarde otoñal, con un cielo anubarrado y un cierzo que riza las olas de un mar como encanecido. Es el zumbar del viento y el ríspido reclamo de las aves marinas. Y no más. ¿El mensaje oculto? Aguarda a escuchar el resto.

Dije y no más,  pero mentía; en una saliente de la roca permanece, solitario, un hombre. ¿Lo observas? Al cuello lleva un dogal, y en las manos sostiene, atada al otro extremo, una piedra. ¿Adivinas el aspecto del presunto suicida? Flaco, pálido y demacrado, todo ojeras y espinazo gacho, con evidencias de profundísima depresión. Ya irás entendiendo el sentido de la parábola.

Vencido de mala vida, el hombrecillo se encorva en dirección del abismo marino, lo observa con ojos donde anida toda la desolación de este mundo, lo mira sin parpadear, como si experimentase la atracción del abismo y la muerte inminente en el vientre helado del mar. Un paso más y… Pero el Gran Todo reservaba para la criatura un diferente destino. Verás.

De una caverna cercana acaba de surgir la figura de un tigre que se acerca, sigiloso, al hombrecillo. Con suavidad, para no sobresaltarlo, le comienza a hablar:

– Dice el arcano que el hombre no puede escoger su vida, pero sí su muerte. Te saludo.

El hombre vuelve su rostro; mira esas fauces salivosas, esos ojos como brasas. (Espero, caminante, que vayas captando el mensaje.)

– ¿Quién eres, que así turbas mi postrer bocado de vida?

– Yo soy el tigre que habita estas soledades. Te ruego que me honres visitando mi cueva y regalándome con la carne de tu cuerpo, como alimento.

El cierzo eriza la piel del presunto suicida.

-Te lo ruego, hombrecillo. No sé cómo llegaste hasta estas lobregueces ni qué riguroso destino te lleve a la decisión de quitarte la vida. Sólo sé que tu muerte en las aguas no habrá de reportar a nadie ningún beneficio. No a pez alguno  de las marinas profundidades, que despreciará el convite de tu carne porque se encuentra harto  y satisfecho con los buenos bocados que se allega en los arrecifes. Yo, en cambio, padezco de agruras, con mi panza asqueada de cornejas, gaviotas distraídas y una que otra caza menor. ¿Comprendes?

El hombre, con su piedra a cuestas, nada dice; parece ausente.

– Si decidido estás a morir, ¿por qué no regalarme tu carne? Piénsalo, que yo no he de forzar tu decisión, pero si allá abajo nadie agradecerá tu muerte; mi barriga, en cambio, te bendecirá y habrá de encomendar tu ánima a la misericordia del Gran Todo. Decide.

(A estas alturas, caminante, ya habrás entrevisto el oculto sentido de la fábula. Sigo.)

Oyendo las razones del tigre, el hombre medita: “No tengo escapatoria. O el tigre o el mar”. Entonces, filósofo del infortunio, recula hasta percibir el aliento fétido de la bestia. Dice: “Resuelto está. Devórame. Algún consuelo pudiese ser el que a alguno beneficie mi muerte”.

En diciéndolo se desata el dogal y con paso cansino camina detrás de la bestia. Ambos penetran en la caverna. ¿Has comprendido el oculto mensaje de la parábola? ¿No? Entonces permite que te haga escuchar las palabras que hombre y bestia se entrecruzaron en la oscuridad de la cueva:

– Bueno, ¿y cuál es tu nombre?

México. ¿Y el tuyo?

– Llámame tigre, sin más. O Economía internacional,  como mejor te acomode.

Y no más. Esperemos del Gran Todo, caminante, que no sea el tigre como lo pinta la fábula, porque entonces…

México. (¡Calderón!)

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