De fugitivos y perseguidores

Polémica, discusión, controversia, pros y contras y opiniones contrapunteadas en torno a un tema en el que nadie se puso de acuerdo con nadie. Tertulia de anoche. Don Tintoreto:

– Usted, valedor, tiene esa historia que nos va a dar la respuesta acertada. ¿Qué le pasó a su chino?

¿Mi chino? ¿Cuál chino? Me cabreé al albur. ¿Pero alburero un hombre de pro como don Tintoreto, lavado en seco y a todo vapor, se angostan y enanchan corbatas? Ah, vaya, el Chino Céspedes, amigo dilecto cuya amistad me dolió tanto perder, y todo por un malentendido. Qué tiempos aquellos. Desde el incidente ya han transcurrido algunos ayeres, por eso el olvido, y así hasta hoy, cuando don Tintoreto aludió al incidente del Chino. Qué sería de él…

Arpero fino aquel Chino Céspedes, virtuoso de bambas, y zapateados, y siquisirís. Arpero de los mejores, pero su drama personal forzó al Chino Céspedes a aventar el arpa junto con nuestra buena amistad. Lástima.

– Y todo por culpa tuya, bigotonzón -con índice de fuego, ligeramente mugrosón, me apuntaba el Costeño, pan de flor con la jarana-. Sepa Dios si el Chino viva o muera a estas horas, y todo por culpa tuya. Pero un difunto qué puede pesar sobre la conciencia de un pseudo-neo-comu-nistoide…

Atejonado en la silla, el Costeño se me quedó viendo así, miren, de ganchete, ya echando mano a sus fierros como queriendo etc. Mi Nallieli, sensible a tan comprometida situación, le aprontó el pocilio con café de olla endulzado con sus manos. Las jaraneras facciones se fueron amansando:

– Salucita, pues -y el eructillo- «Ay, perdón».

(Sentí que volvía a la vida.) «Ya ni la friegas, valedor -ay, señito Nallieli, perdón por lo mal hablado, voy a rectificar-. Ya ni la tiznas, digo. Por tu culpa, a estas horas el Chino anda huyendo, y pisándole los talones cuatro agraviados de armas tomar. ¿Te imaginas al fugitivo..?

– ¿Por qué rumbo huyó el cuitado? -me atreví a preguntar.

– El cuitado no sé, pero el Chino jaló para Nueva Italia, para La Huacana, para sepa Dios qué regiones. Ya ni la tiznas -ay, perdón, señito, voy a ser más cuidadoso-. Ya ni la tingas, bigotón.

– Bueno, pero no entiendo cuál pueda ser mi culpa.

– Cómo de que cuál. ¿Pues qué no te mandé pedir tantosmil a nombre del Chino? ¿Y no te los pedí en calidad de urgencia, o sea de volada, de entrega inmediata, vale decir en tizniza? Atrévete a desmentírmela, bigotón.

Con un chofer de Flecha Amarilla me envió el pedimento, me acuerdo, par ala boda del Chino Céspedes que, ranchando con su arpa se fue a topar, suertudo él, con una tarasca delgadita de cintura y abultadita del pecho, y esto ocurrió en algún Tacámbaro, Cuamécuaro o Chupícuaro de esos. Yo, amigo de los amigos, apenas recibido el pedimento giré de inmediato los tantosmil.

– Le mandé un giro al siguiente día, rayando el sol.

– ¡Rayando madres, con perdón! ¡Madres de giro fue lo que recibimos, y madres las que nos refregaron los futuros suegros del Chino.

Porque en la fecha acordada para el casorio, con su fiesta de tarima calentana y la gloria de sones de arpa cachetada, el dinero andavete, que nunca llegó a manos del Chino. Y que se ciscan los suegros: «Ahí le cortamos con el casorio, porque los arperos de jarabe loco que a los muertos resucita puro jarabe de pico. Aquí, al casorio muerto, ningún jarabe lo va a resucitar».

Y que ante la situación de emergencia el Chino y su china toman la decisión, porque cuando haya amor lo hay todo, y tantito más. Que ya en plena huida, la de los amores dejó el papelito: «Tata, perdóneme. Ai le encargo a la Condoleza, que no se salga a la calle con la perrada y me la vayan a empreñar. Usté écheme su bendición».

– ¿Ah, sí? Orita te la echo, piruja de miércoles.

(Era domingo, sólo que el coraje, la mortificación.) Y que padre y hermanos.de la interfecta se fajan las fuscas (forifai y de las que queman treinta y dos), y que por ahí sale a relucir la AK-46 del compadre Vicencio, un honesto narcotraficante de la región. Y a ventear el rumbo de los huidos.

Aquí, en la estancia de Cádiz habló el Costeño, y a la letra dijo: «Todo aquel jaleo por tu culpa, bigotonzón. Si lo hubieras puesto, o sea el giro de que te pedí para cubrir los gastos del casamiento…»

Mis valedores: en oyendo al prieto Costeño del diente de oro las apreté (las quijadas), levánteme (en silencio), fui a mi archivo personal (una caja de chaca-chaca), y apretándolas (esta vez no las quijadas), se lo apronté al Costeño (aquel pedazo de papel): «Lee en voz alta, si es que sabes leer».

Supo. Leyó a la velocidad que daban sus tres… (Mañana.)

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