Las enseñanzas de don Juan

(Don Juan mi padre, difunto. Fue un día como hoy, pero del 2004, cuando esbocé aquí mismo el retrato hablado de mi don Juan. Hoy, a la distancia de un año, ¿me ayudan ustedes a evocar su memoria?)

Cuatro días hace que festejaron a su padre, lo colmaron de regalos y le testimoniaron su amor, mientras que yo permanecía huérfano por los cuatro costados. Y ni aunque padre tuviera, que yo, para mis afectos, nunca me atengo al calendario de festejos que impone el comercio transnacional. Pero sucede que hoy es 24 de junio y es día de San Juan. Como don Juan mi padre…
Y por si en el hogar de alguno de ustedes sobrevive algún Juan (que ya a los nuevos me los adulteraron de John, Johann, Ivan, Johannes y Johnatan, aunque de todas maneras Juan te llamas), va, por si a alguno algo dijese, el recadillo que hace un año, en su ausencia definitiva, envié a Juan mi padre.

«A usted, que es como la patria: inaccesible al deshonor; a usted, de quien se aprende (con el ejemplo) valores de los que norman la humana conducta: justicia, verdad, libertad, amasijo que da sustancia a la varonía. Porque usted fue (es) decencia, dignidad y humanitarismo en todos sus actos de cada día. Porque tan comprensivo fue para con los demás como severo con usted mismo.

Porque valedor lo fue de todos, y generosidad y misericordia en el trance en que hay que abrirse las telas del corazón. Filósofo de lo fugaz, del fatalismo suave y sin estridencias, usted se mantuvo tan ajeno al ruiderío como aledaño de la sonrisa y el buen humor. El pudor y el decoro, la vergüenza y la dignidad, padre Juan.

Digo padre Juan, y miro de ojos adentro a tal varón de virtudes, pura reciedumbre y verticalidad, y una conciencia que en la humana conducta sólo un par de colores distingue: el blanco y el negro, sin más; el de la dignidad y el de su contraparte; sin medias tintas y sin matices, sin disculpas ni tartufismos.

Sin más. Miro esos ojos donde se columbran, machihembrados, mansedumbre y rebeldía, severidad y compresión, la tolerancia, la gravedad y el humor juguetón, como también una que otra lagrimilla de las enjundiosas, todo a su hora. Porque claro, usted tiene el don de las lágrimas, y ese don me enseñó a practicarlo con mesura; con decoro, aclaro; con claro decoro. Mis valedores:

Zapatero de nacimiento, o casi, don Juan fue cristiano en el mejor, en el único sentido del vocablo, el de la obra de amor a sus semejantes; religioso y creyente fue, pero sin fanatismos, sin sectarismos, sin dogmatismos, y tan respetuoso del ajeno derecho, la disensión y la disidencia, como de lo propio y natural.

Mi padre, filósofo sin tratados de filosofía (Mayahuel su nieta es filósofa, y tan bella que en ratos creo que lo hace a propósito), antes de echarme su bendición porque la vida nos separaba me dijo cosas: que si habrá de volar sobre el ruiderío y la estridencia, y volar tan alto como lo acepten las fuerzas; que apartar de sí la quincalla y moldear el espíritu; que, rebelde a toda mediocridad, «álzate, vuélvete pura ánima y después de encomendarte a Dios, el tuyo, sé siempre varón a los ojos de tu conciencia, tu único juez». Y me echó encima su bendición, y con ella (sé que alguno me va a entender) me tornó indestructible, invulnerable con la bendición de don Juan. Mi padre…

Ã?igame, usted que me habla quedo y sonreía: frente a mi zozobra lo miro todo tiempo, y de tarde en tarde frente a mi paz interior, cuando emparejo mis hechos y mis proclamas. Lo tengo enfrente, donde quiera que esté, y sonríe, y sé entonces que para mí nada está perdido. Eso es todo, padre Juan. Con mi amor, el testimonio: usted es la sabiduría que encamina, el consejo que guía, la ponderación que sosiega, el ejemplo que incita, la ausente presencia que sanciona mis actos y el impulso para «poner la proa hacia esa estrella inasible». La conciencia de mi conciencia. Usted, padre…

Muy cierto, señor; ya lo veo, incómodo, menear la cabeza. Decirle esto que le digo salía sobrando, y en público, más; pero es que hablando de padres e hijos aún me ataca la náusea al recordar el servilismo de aquél que hace años acabó llevándose a una vecina de nuestro Jalpa Mineral.
¿Se acuerda, padre, de un tal Martínez Domínguez, él sí muerto, sin más? Ah, pues el adulón, por congraciarse y granjear favores del entonces López Portillo, clamó a los vientos, el muy lambiscón:

«Su corbata negra, que no se aparta de su pecho, es culto permanente a su origen: a su padre y amigo. México sabe que quien profesa esa cálida religión de la vida, puede llevar como lleva usted, en el mismo pecho, la corbata negra y la banda tricolor…»

Oiga eso, padre. Sonría, mueva su testa y luego póngase adusto. Ya le oigo esa voz callada, de filósofo de lo pasajero y fugaz: «Los políticos, mi hijo. Ah de los tales». Don Juan mi padre. (A su memoria.)

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