Sigo aquí el recuento de daños que dejó en mi Zacatecas la Amalia ex-gobernadora: “secuestros, extorsiones, robo de vehículos, asaltos a viviendas y negocios y una creciente delincuencia”. Arturo Nahle, contralor: “La gente está muy agraviada, exige justicia, y si hay responsabilidades, que se finquen y se aplique la ley”. Mis valedores:
Sigo la relación de lo que ocurrió aquel domingo en los derrumbaderos de mi Jalpa Mineral. Esa mañana, las campanas a todo voleo, un ciento de payos de dos en fondo y la banderita de papel en la diestra, mirábamos alelados al jinete aquel que en plena plaza se apeaba del penco y echaba a andar por la media calle, sus botas repiqueteando en el empedrado como marcando jarabes. Era aquel don Pánfilo Natera, que con Villa y algunos de su calibre (30-30) hizo la Revolución. Bien haya…
Boca abierta y ojillos brillosos de admiración contemplé al hazañoso de la Toma de Zacatecas, y me hice entonces aquella promesa: “Cuando crezca voy a ser como Pánfilo Natera”. Cuando crezca…
Como crecer, crecí poco en todos los sentidos, pero la lucha se le hizo. Hoy, mi barca muy navegada y doblando ya el Cabo de Buena Esperanza, recuerdo el domingo aquel, con un Pánfilo Natera que simbolizaba la Revolución, y la jocundia de la Zacatecana, dulce dolencia, se me quedó en la viva entraña del corazón y ahí sigue hoy todavía como pacífico (no siempre) amor por mi tierra, con su gente…
Envejezco. Ayer, a media mañana, escuché el Corrido de Villa y dos más, cuando ya mi placer estético se enraiza en Bach y demás beneméritos, pero de repente: ¡La de Zacatecas, que pespunteó mi encuentro con Pánfilo Natera! Y qué música melancólica. Envejecí, porque esos arpegios me bailaban jácaras en el tecorral de los costillares, cuando ahora me apachurran un corazón que percibo como cuera reseca. Y esta tristura…
¿Que la música sigue viva, dulce y rumorosa, penca de miel arropada de abejas? ¿Que soy yo el que me agrio y agrieto, la sangre vuelta vinagre y vinagrillo en las venas? No tal, que en mi memoria, camino real, al estrépito de la Zacatecana se me llegó cabalgando su barroso Pánfilo Natera; sombra grandiosa entre sombras de combatientes que hoy se me vuelven más sombras, sombras nada más. La alzada estampa de Pánfilo ya no lo era tanto; humillada, más bien, gacha la testa y el pescuezo tronchado, como la de Villa y tantos más. No como símbolos altivos se me presentaban, sino como avergonzados, como intentando atejonar la cabeza en el ala del tejano. Haya cosa…
Y ocurrió, mis valedores, que al son de la Zacatecana mi barrio clasemediero se me fue entristeciendo casa por casa, todo porque la música de mi tierra la escuché ejecutada por tres campesinos –corneta, tambor, clarinete- de los que bajan de sus jacales a pedir la de por Dios. ¡En el México de Villa, Natera y la Revolución! Los campesinos tocando la de Zacatecas, y una preñada con otro a cuestas y tres añejillos aprontando boca arriba las guaripas, recibiendo las monedas que los de acá arriba del edificio les arrojaban desde las ventanas. “¡Lo que sea su voluntad..!”
¡Al ritmo de la Zacatecana, vive Dios, aunque escuchándola mientras leía en la revista Proceso del domingo anterior el catálogo de los posibles delitos que perpetró la dupla Amalia García – Claudia Corichi, comienzo a dudarlo, y el ánimo se me encoge a la corazonada de que las tropelías de las carroñeras, madre e hija de toda su reverenda Amalia, quedarán impunes. Porque esto es México. (Mi país.)