Nativo soy de un poblado que en mis años tiernos vivía un tiempo congelado en la rutina del diario vivir que cabía en el marco del canto del gallo y un madrugar de campanas, un día rayonado a ladridos, rebuznos, mugidos de toros en brama para, ya al pardear, allá el cencerro, el olor a majada y el toque de esquilas que convocaban al ángelus. Y hasta otro día, calca del anterior y molde para el que vendrá después. La noche de mi región: pacífica convivencia del trasnochado con la bruja, y el ánima en pena, y el derrame de bilis. Cruz, cruz…
Pero de súbito, mis valedores, la rutina se trizó cierto mediodía cuando, ojos de azoro, miramos que en penco cuatralbo, con un lucero en la frente, el lucero de la revolución, fusca al cinto y en la testa la gorra norteña “cuatro pedradas”, entraba nada menos que don Pánfilo Natera en persona. Yo, con dos docenas de aturdidos de primeras letras, boca abierta y en la diestra la tricolor de papel, de repente escuché en la troca atascada de músicos… ¡el himno nacional! “¡Mexicanos, al grito de..!”Yo, inflado de tricolor emoción:
– Cuando crezca voy a ser revolucionario.
Como crecer, no fui un Gulliver que digamos, y como revolucionario no pasé de liliputiense, pero la lucha se le ha hecho en lo que llevo de vida. En fin, que crecí en edad y tuve ocasión de escuchar, siempre en horas de excepción y yo siempre en posición de firmes, los acordes del himno patrio. Húmedas las pupilas, una fuerza interna me forzaba a alzarme y soñar en la patria libre, digna como algún día iba a ser su paisanaje. Era mi himno patrio, inaccesible al deshonor…
¿Que si belicosas las cuartetas que redactó Bocanegra? Tales eran los tiempos mexicanos. ¿Que alabanzas a Huerta el Chacal? Culpas fueron del tiempo y no del bardo: “Del guerrero inmortal de Zempoala – te defiende la espada terrible, – y sostiene su brazo invencible – tu sagrado pendón tricolor”.
¿Que exaltación del “bravo adalid” que terminaría dándoselas de emperador? “Si a la lid contra hueste enemiga – nos convoca la trompa guerrera, – de Iturbide la sacra bandera -¡Mexicanos!, valientes seguid”.
¿Y? Actualizarlo como ahora quedó, y en paz su convocatoria a la guerra. Pues sí, pero aquí mi pregunta, mi preocupación, mi mortificación…
¿Envejecí del espíritu? ¿Después de vejez apátrida? ¿Qué metamorfosis sufrió mi sensibilidad, que todavía hoy tanto me siguen emocionando los acordes de La Marsellesa, del Himno de Riego, del de la Gran Bretaña, pero no del mío, hermoso como es? ¿Por qué la insensibilidad? El himno patrio, es obvio, sigue siendo el mismo. ¿Entonces? Sospecho, mis valedores, que el daño se ubica no en ese que es flor y espejo patrio, pero tampoco en mí. Que la carcoma está en la rutina, en la saturación. Porque ahora resulta que como consecuencia, según he leído por ahí, de alguna disposición (deposición) de doña Margarita cuando la hermana predilecta del hombre de la(s) pompa(s) y circunstancias era todopoderosa, en todas las estaciones de radio, puntualmente, el guerrero pregón me anuncia que finaliza la nocturna programación, con el último acorde cediendo espacio a un noticiario redactado en un español de masquiña, de pacotilla. Día con día el himno patrio como cortinilla de la programación radiofónica. A la misma hora todos los días. Y qué molestia con tal rutina, que me cegó las fuentes del entusiasmo cívico. Y aquí mi pregunta: ¿sólo a mí me acontece el fenómeno? ¿A alguno de ustedes no? “¡Mexicanos!” (Bueno.)