Describí para ustedes la semana anterior una tierra inhóspita que en mucho recuerda la Comala de Rulfo, caserío de encantamiento que sobrevive en la entraña del abandono y la soledad. La tierra de que les hablo, doncella recalentada, soporta los envites ardorosos de un sol garañón, y aquí lo inquietante: cuervos y zopilotes han comenzado a estrechar sus círculos en un firmamento estallante de luz. Pero, ¿y aquello? Inaudito: ¿columbran ustedes allá, entre areniscas y roquedales del páramo, aquel cordoncillo de polvo? ¿Efecto del viento? ¿Pero viento cuál? ¿Un coyote muriéndose de sed, al que los rapaces de pico y garra impiden la tranquila agonía?
No, un coyote no puede ser; un caballo matalote, una res, un hato de bueyes. Pobrines, tan lejos del mundo que habitan el hombre, el agua, la vida cabal. Desde mi escondite veo que las alas negras descienden, siniestro rumor. Descienden los cuervos, bajan las auras, bajan los zopilotes graznando por la carne mortecina. Crrac…
Pero no es un lobo, no es una res, no es un par de caballejos. ¿Qué es eso que levanta un nudillo de polvo en la medianía de un paisaje de lumbre y sofocación? ¡Y se mueve todavía! Eso, lo que eso sea, está en trance agónico y debe estar entreabriendo el hocico, debe lengüetear los belfos con un negruzco pedazo de carne que aúlla de sed, silencioso. Claro, sí, se mueve todavía. Me acerco. Quizá en algo pueda auxiliar al infeliz.
¿Pero a mí también me afectó el calorón? ¿Estaré viendo espejismos? Parpadeo, me los froto, los párpados; los abro, los ojos; lo frunzo, el ceño. No. Eso no puede ser. Delirios del calor. Alucinaciones. Ya mis sentidos me están jugando malas pasadas. Me niego a reconocer lo que miran mis niñas…
Me acerco, me oculto tras de esta peña, observo al causante de la polvoreada, minúscula a la distancia, y no, no se trata de un lobo agónico, de un coyote de belfos sangrantes, de un par de acémilas. Bueyes, tal vez. A ver…
Animas de la ficción, de lo real maravilloso. Demencial. Eso que miran mis ojos, ¿lo pasan ustedes a creer? Eso es una a modo de barquichuela semienterrada en el polvo que unos individuos, quizá enloquecidos de sed, de insolación, de soledad, a punta de remos intentan forzar hacia el frente. Ya distingo a los tales. Por su catadura de irracionales parecen integrar un arca de Noé en miniatura. Esa su traza de facinerosos: uno con cara de represor, otro más, de corrupto, de perverso el de las 300 arrobas de peso sobre los lomos, y todos irremediablemente mediocres. Y ocurrió, mis valedores…
¿Qué, quién provocó la chispa? ¡Prrom!, el bombazo! Dos, tres, varios estallidos que inflaman el horizonte. ¡Prrom!, una quemazón y semejante humareda que amenaza con tiznarlo todo, comenzando por ese chaparrín que al frente del arca y ajeno a la quemazón otea el porvenir, mano zurda en tejadillo sobre los ojos, empañados los bifocales y una ceja alacranada para aparentar una personalidad que no existe. ¿Le distinguen ustedes ese rostro mofletudo y ese gesto que pretende hierático? ¿Le ven su pequeño y regordete parado, me refiero al índice? ¿Escuchan eso que a modo de oráculo está diciendo frente a la mortecina soledad y con la lumbre ya llegándole a los aparejos?
– ¡Amigas y amigos! ¡Nunca hemos perdido el rumbo! ¡En mi gobierno todo avanza, todo sigue adelante!
Yo, azorado, observo el incendio, huelo la quemazón, percibo el calor de la hornaza Pero él por el Verbo Encarnado jura que todo va bien. (Válanos Dior)