De lo real maravilloso

Los caseríos fantasmales, mis valedores, esos antiguos emporios mineros que de repente se agostaron al agotarse los socavones paridores del oro y la plata; los Real del Oro y Veta Grande tan reales que hasta parecen de encantamiento, y que anochecieron prósperos y amanecieron a ser espejismos, delirios y ánimas en pena arrumbadas al socaire de los socavones estériles. Pedro Páramo…
Ahí quedaron y así están en la viva almendra de la soledad,  sarna melancólica de la geografía nacional, mutilados vestigios de un antiguo esplendor: cuadrículas de bardas barbonas de zacate, patios abandonados donde florecen el chicalote, la flor del toloache, el huizapol, los matojos. No más…
He visto esos pueblos afantasmados y se me encoge el ánima al contemplar esas bardas en derrumbe que van derritiéndose bajo atorrenciadas tormentas, y esos zaguanes sin puertas y esas puertas sin zaguán, y unas retorcidas callejas de piedra viva y los esqueletos de casas, carcajes de andamios, horcones y vigas náufragas en agonía de portillos, de polilla y comején. En los patios, antaño hervorosos de vida -de vidas-, se ha aposentado la víbora de cascabel. Junto a la fuente seca ventosean sus crías las ardillas, y en los sombríos corredores se dan los murciélagos y unas mariposas negras de este tamaño, miren. Que anuncian la muerte, dicen…
He visto esa hilera de cuartos que alguna vez fueron dormitorios, y donde en catres de dorado latón se multiplicaba la vida, y esas ventanas, cuencas de calavera, y esas casas, abrojera de esqueletos apiñados en derredor de una iglesia en ruinas como aquella de Luvina, en el relato de Rulfo. ¿Ese rumor? El viento, posiblemente. Algún eco de los ecos que se aquerenciaron en estas ruinas. El rumor del silencio, y no más…
Miren allá esa llanura desértica, geografía desapacible, pariente pobre de Real del Oro o de sus hermanas muertas, árida llanura cercada de lomeríos, y más arriba un sol que al punto del mediodía parece a punto del estallido. Monótono, persistente, ese son de cigarras. Arriba, en la lumbrosa claridad del firmamento, una rueda de cuervos, de auras y zopilotes que otean la lóbrega geografía detrás de la carne podrida Crrac, crrac, el reclamo de los negros pajarracos. Crrac…
Cerros pelones, crestas azulencas, peñascales y lomeríos. Al pie del crestón de roca abismos, gargantas áridas, resolana y sofocación. Un viento de rescoldo eriza la pelleja del llano y alza remolinos de polvo en la lejanía del poniente. Eso en la lejanía, porque aquí, en el primer plano, todo es nopaleras cenicientas, con nidos de coralillos al pie,  y víboras de cascabel. Más allá, chaparrales, huizapoles, y huizcoloteras, toda esa botánica de lo chaparro y mostrenco, lo enteco, y encanijado, y sietemesino, lo que ha nacido muerto de sed; ese yerbajo que se da en la aridez, más allá del pueblo minero que murió desangrado de sus venas auríferas…
Observen los alrededores: un sol como garañón; ahogo y  resequedad, chamusquina y ardores, ahogo y piedras tornasoladas de metal; sobre las piedras, lagartijas de ojillos hipnóticos que se adormecen bajo la carga del sol mientras contemplan,  inmóviles, una geografía que parecen querer aprendérsela de memoria. Tercas, pétreas a fuerza de sol. Pero a ver, a ver, un momento. ¿Y eso?
Por allá, a lo lejos, se ha alzado un rastro, un cordoncillo de polvo. Algún coyote de belfos ennegrecidos y lengua inflamada que anda en agencias de morirse de sed, ya en las boqueadas últimas. ¿O quizá algún..? (Mañana.)

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