No morir del todo…

La trascendencia, mis valedores, indispensable (con el arraigo, la identidad, la vinculación, etc.,) para cuestiones de salud mental. Que alguno recuerde, cuando pasamos del ser al no ser, que fuimos una vez, y que vivimos el mundo de los vivos. La trascendencia, que para el héroe y el humanista es positiva, y negativa para el asesino, el genocida, el secuestrador. A propósito: anda en alguno de los libros que me han publicado cierto relato en el que un par de jinetes avanzan al paso de sus jamelgos por una vereda que da a cierto camposanto arrumbado fuera del caserío que vivió de sus muertos en tiempos de la cristera.

Allá vienen. El chaveño, policía municipal treintañón, revólver al cinto, y atado de manos Delfino Guaracha, canas y arrugas. Uno silencioso; el otro, mirándolo de reojo, machaca tres o cuatro frases que delatan una angustia a flor de labio, de lengua, de entrañas. Acá se acercan rumbo al fusilamiento por ley. Camposanto cristero. Qué tiempos. Y el estribillo:

«Me iré a tierras lejas y nunca sabrás de mí. Por vida tuya, Chaveño, déjame ir».

El tal, como ausente. Y padre no conocí, y que mi juventud se fue en el oficio de acarrear cueros apestosos hasta la tenería. «Chaveño, déjame ir». El del revolver comienza a silbar entre dientes, de modo casi inaudible, un monótono sonsonete de la tierra vieja. De reojo lo observa el condenado a muerte; se pasa la lengua por unos labios resecos. «Castigo de Dios que ya de viejo me pegara esa calentura, el amor. Chaveño, déjame ir».

Que fue por eso, por el amor de viejo, que a piquetes de daga arruinó su vida cegando la de la mujer. «No me quiso querer. Unas enaguas me ganaron la eterna condenación. Conduélete de mí. ¿Ajusticiar a uno de mi edad?

De ganchete observa al del arma a la cintura. Silencio, rayoneado por el ruidillo del sonsonete. Allá se advierten ya las cruces del camposanto viejo. Delfino pistojea. Se remueve en la silla. «Hasta aquí llegó mi vida, sea por Dios. Ya que me la quitas, Chaveño, cumple mi última voluntad. Para que alguno se acuerde de que pasé por el mundo.

Y fue, afanes de la trascendencia: «Que el ciego Raudel me componga un corrido. No más».

El final del relato, que de memoria ha citado: guaripa en mano El chaveño, de pie junto al túmulo de tierra recién removida y la cruz que acaba de forjar con dos ramas de mezquite: «Delfino, Delfino Guaracha, quién se acordará de ti…» (De ustedes, de mí, ¿alguno se acordará? ¿Quién o quiénes? ¿Por qué?)

La trascendencia, mis valedores, que a fuerza de obra benéfica para los demás habrá de lograr ese que así agradeció el don de la vida. He analizado la biografía personal de los que han hecho historia, y para ello me ubico en la Conquista del país, y en la galería de esos figurones me topo con una constante: la parcialidad y el maniqueísmo de la historia oficial, esa embustera: este y este otro, excelsos; este otro y aquel, nefastos.  Blanco y negro. Sin matices. Sin más.

Por cobardón Moctezuma Xocoyotzin logró transcender, y por su estatura de héroe Cuauhtémoc, todo esto en la aviesa versión oficial, que oculta a lo púdico las malas acciones (contra Cuitláhuac, pongamos por caso) del «único héroe a la altura del arte», frase de López Velarde que nunca he logrado entender. Y el nombre final, con el que lo encontró la muerte: Fernando Cortés Cuauhtémoc, como se dejó bautizar el nuevo cristiano, que a la hora del sufrimiento invocaba al Dios del conquistador. (Sigo mañana.)

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