Turbulencia y estrépito

El sonido y la furia mis valedores: eso, y no más, es la campaña electorera que no electoral, celebrada periódicamente en este país, rito que cabe en vocablo como estos: diatribas y ataques, inquina y embustes, acusaciones y descalificaciones, verborrea y falsas promesas a lo largo y ancho de unas campañas costosas hasta la náusea para el contribuyente. Ayer comencé a hablar del tema y me referí a la sabiduría de nuestra raíz indígena tocante a la elección de un individuo (un autóctono «Juanito») que el tanto de un año representaba a Tezcatlipoca, lo trataban como al verdadero dios y lo agasajaban como hoy mismo al diosecillo sexenal, con la diferencia que ustedes, como lo sigan leyendo, van a encontrar al final del escrito.Relata el cronista anónimo que un año antes de la fiesta de Tezcatlipoca «compraban los mercaderes un esclavo (¿Los Lorenzo Zambrano, Roberto Hernández y Cía de aquel entonces?) que fuese bien hecho, sin mácula ni señal alguna, así de enfermedad como de herida o golpe.

(No muy bien hecho en el caso presente, de acuerdo a la descripción de Manuel Espino: uno peloncito, chaparrito, de lentes. Vuelvo a la crónica.)

Lo purificaban lavándolo en el lago que llamaban de los dioses, y siendo purificado le vestían con los ropajes e insignias del ídolo, y poníanle el nombre del dios, y andaba todo el año tan honrado y reverenciado como el mismo ídolo. Traía siempre consigo 12 hombres de guarda porque no se huyese; y con ella le dejaban andar por donde quería.

Tenía este indio el más honrado aposento del templo, donde todos los señores y principales le venían a servir y reverenciar, trayéndole de comer y beber con el aparato que a los grandes; al salir por la ciudad iba acompañado de señores y principales, y llevaba una flautilla y las mujeres salían con sus niños en los brazos y se los ponían delante saludándolo como a un dios; lo mismo hacía la demás gente. De noche le metían en una jaula de recias viguetas porque no se fuese. De mañana lo sacaban y después de darle a comer preciosas viandas poníanle sartales de rosas al cuello. Salían luego con él por la ciudad, y él iba cantando y bailando.

Nueve días antes de la fiesta venían ante él dos viejos muy venerables, y humillándose ante él le decían con una voz muy humilde y baja: «Señor, sabrás que de aquí a nueve días se te acabará este trabajo de bailar y cantar». Y mirábanle con atención, y si notaban que no andaba con el contento y la alegría que solía, tomaban las navajas del sacrificio y lavaban la sangre humana en ella pegada de los sacrificios pasados, y con aquellas babazas hacían una bebida mezclada con cacao y dábansela a beber, siendo enhechizado con aquel brebaje.

El perpetuo ejercicio de los sacerdotes era incensar a los ídolos y a su representante, en ceremonia donde ninguna leña se quemase sino aquélla que ellos mismos traían, y no la podían traer otros sino los diputados para el brasero divino. Y así se llegaba el día de la fiesta.

A media noche tomaban al elegido y sacrificábanle haciendo ofrenda de su corazón a la luna, y después arrojándole al ídolo. Lo alzaban los que lo habían ofrecido, los mercaderes, que ya tenían otro esclavo preparado para la semejanza de su dios.

Por cuanto a nosotros, herederos de la sabiduría indígena: ¿con nuestros mediocres diosecillos sexenales nosotros qué? ¿Dejarlos irse arropados por una impunidad alcahueta? (Dios, o más propiamente: Tezcatlipoca.)

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