De un caserío que se desparrama en el valle les hablé ayer, y del caserón vetusto que se alza en lo más alto del crestón de roca que domina los horizontes. Me referí a los años en que compartí el terror con los lugareños, y que con la muerte de mi única en los colmillos ávidos huí del horror. Los payos, por fin, se habían decidido. Supe por un pariente lejano (primo carnal, pero dineroso, y los parientes pobres somos siempre parientes lejanos) que los lugareños habían destruido la maldición. Alojado en mi casa cuando visitó la ciudad, me contó la hazaña: entre todos dieron muerte al horror, según cierta fórmula que les dio el sepulturero, a quien se la había revelado alguno luego de llorar sobre las flores de la tumba de su única antes de huir de la población.
– Ningún aprecio habíamos hecho de sus palabras, pero una noche de duelo en el panteón las repitió como un conjuro, una invocación, una clave secreta, La fórmula, entonces, ante los féretros de un niño y dos adolescentes muchachitas, cobró su sentido. Nosotros, tan medrosos como analfabetas y tan ignorantes como renuentes a toda forma de organización, esa noche nos echamos a pensar; fue cuando nos decidimos.
Que al día siguiente, el sol alto y dándose valor unos a otros, ascendieron al crestón, con garrotes y varillas de hierro inutilizaron a guardianes y mozas muertas en vida o vivas en muerte que amenazaban con colmillos de gato montés, y penetraron en el decrépito nidal del dañero.
– ¿Lo creerás? Afuera brillaba el sol, pero adentra todo era oscuridad. Afuera ni una nube empañaba el firmamento, pero en el salón de cortinajes decrépitos y a través de una ojiva se advertía la nublazón. Afuera vientos de polen, perfumes, feracidad. Adentro, aquel olor a cadaverina. Los rostros, fatigados al esfuerzo de la ascensión, unos a otros nos los veíamos lívidos. Pero entre todos logramos aniquilar al demonio de los colmillos ávidos.
Claro, sí, durante años vivieron el horror encuevado en La Mansión y malvivieron velando a las víctimas, pero con el tiempo (¡menos de una década, lo que es la memoria del lugareño!) el engendro derivó en folklore, color local, espantajo de folletón. Sólo algún viejo recuerda las noches de desgarramientos que asolaron la región, y el horror y el espanto, los sartales de ajos, el ensalmo, el crucifijo. Entonces, digo yo…
¿Cómo puede ser que hoy el engendro no pase de conseja relatada por desdentadas bocas, y a esas quién les da crédito? Sí existió ese peligro, dicen los payos, pero ha sido conjurado por la modernidad, y sonriendo requieren otra copa y otra romanza de amor. Alguno ensaya el pasillo de baile, tarareando la tonadilla que les enseñó el juglar trashumante, y al arcón de los cachivaches la leyenda de La Mansión. Pero caprichos de la Moira…
Fue esta misma noche, a un mes de mi retorno al poblado. De repente, al filo del anochecer, la procesión de las antorchas iniciaba la maniobra. Congregados en la plazoleta del pueblo miré a los lugareños enfilar a La Mansión, al linchamiento. Hasta mi ventana entreabierta yo el crucifijo en la diestra se alzaba el rumor de los pregones con que mutuamente se jaleaban, las antorchas en alto. En el cielo, renegrido, un renegrido nube río presagiaba tormenta. Retumbaron los primeros truenos. El zigzag de un relámpago primerizo. Y el firmamento se derrumbó sobre las techumbres del caserío…
Después… yo conozco la laxitud que sigue a la excitación del linchamiento. Al súbito fulgor de los relámpagos columbré siluetas de payos que volvían de La Mansión (como sobras avergonzadas, a lo subrepticio). Yo, aliviado, me deshice del crucifijo y abrí la ventana de par en par. Allá, abajo, en el bulto que avanzaba escurriéndose contra el muro distinguí a mi pariente. «Me engañaste, le reclamé. El linchamiento del monstruo fue ahora no hace nueve años, como me lo contaste en la ciudad».
– ¿Linchamiento? Cuál linchamiento, que ese fue hace nueve años. Esta vez, por acuerdo popular y porque juzgamos que ya no representa peligro alguno, acabamos de extraerle la estaca al de La Mansión. Revivió. Abrió los ojos. Nos sonrió. Nos prometió cosas. Los colmillos apenas se le insinúan.
Yo, el estremecimiento. Requerí el crucifijo, la sarta de ajos, la libreta de apuntes: «El pueblo acaba de resucitar al vampiro que, por voluntad popular torna a su existencia viciosa viscosa alucinante. ¿Pues qué? ¿Para los lugareños todo es inútil?» Una fecha 5 de julio, 2009, y la rúbrica.
Es noche cerrada, para mí, de insomnio. Rayos y centellas chicotean el poblado. Allá, afuera, un torpe batir de alas. (Cruz.)