La trascendencia, mis valedores, esa nuestra humanísima aspiración a perpetuarnos en la memoria de quienes nos sobrevivan, afán inconfeso de mantenernos el tanto de un suspirillo en el recuerdo de aquellos que se beneficiaron de nuestras acciones si es que en vida conocimos el humanismo, que nos llevó a legarles una obra que a este o aquel pudo beneficiar. Hace un par de años manifesté aquí mismo a ustedes que yo, por que alguno recuerde que fui algo más y mejor que el palo blanco (ni echa vaina ni florea, nomás ocupando el campo), toda mi vida he procurado satisfacer esa de las necesidades básicas del humano que valora su salud mental: la trascendencia. No morir del todo.
Plantar un árbol, engendrar un hijo y escribir un libro. Tal es, de alguna manera, la receta para sobrevivir a los despojos mortales, al puñito de cenizas en que yo me he de convertir. Seguir viviendo en la memoria de alguno al que haya dado a valer. ¿Cuáles de esas tres condiciones han cumplido ustedes? Yo de mí puedo decir y digo: no uno, sino muchos árboles he plantado en tierras baldías. Sombra y frutos ahí quedan para que hablen por mí Por cuanto a engendrar un hijo: varios también, que también ahí se me quedan. ¿Me recordarán? Un consuelo me queda: que en mí ya no podrán tomar desquite Tocante al libro…
Una decena he escrito; que saquen la cara por mí, y ustedes han de dispensar por los siete u ocho que se han publicado; la culpa no ha sido mía del todo, que la comparten El Fondo de Cultura Económica y Joaquín Mortiz, Novaro, Grijalbo y Empresas Editoriales. Es culpa, además, de tantos miles de ustedes, que pian pianito, pero agotaron ediciones. Mis libros…
Al escritor es justo reconocerle, si no otro mérito, que en el áspero trayecto que se ve forzado a recorrer para la publicación de su obra padece como penitencia cuaresmal la obligada visita a las siete casas (editoriales), y su pendulear de este a este otro escritorio, en uno de cuyos cajones va a quedar sepultada nuestra carpeta, de donde será exhumada meses o años después ya en calidad de momia, y colocada ante los lentes implacables de los escrutadores. Su sentencia, inapelable, determinará la publicación o el cambio de cementerio: del cajón del escritorio al cesto de la basura, y RIP. Cuántos de mi oficio han tenido menos suerte que yo, beneficiado por editores en los que ha sido menos el rigor y más el espejo y la flor de la generosidad…
¿Que para qué les hablo de asuntos personales? Porque deseo prevenirlos (mi buena intención) de esa tormenta de estiércol que puede emporcarlos. Noble el libro como es, y satisfactorio el ver nuestro nombre en letras de molde, nauseabundo resulta observar la arribazón de estiércol zurrado por individuos ajenos al quehacer literario, sean hombres públicos o mujeres públicas, y así de la grilla política como del bataclán, de la estridencia de nota roja o la pornografía vil. Hoy esas y esos a cada rato malparen libracos apresurados, improvisados, de coyuntura y efímera vida, tan ayunos de calidad como sobrados de exhibicionismo barato, el de nalgatorio y lugar excusado.
Cuidado, precaución. Andan por ahí ciertos especímenes, hermanos de leche, de bodrio y de heces, del alimento espiritual que da a tragar a las masas el duopolio de la TV, desde La oreja hasta La Nalga, la entrepierna y el cóccix, y lo patético: de repente tuvimos La revolución de la esperanza, pero no la esperanza de la revolución (no la que se forja con pólvora, sangre, y lágrimas, sino una en que algún día, ya capacitados para pensar, nos demos un gobierno que mande obedeciendo. Entre tanto…)
La revolución de la esperanza es un libro que escribió (¡imagínense!) el especialista en «José Luis Borgues». ¿Se lo habrá inspirado esa Marta Sahagún que, aludiendo a Rabindranath Tagore, le llamó «La gran Rabina Tagore»? Por cuanto a ustedes, mis valedores, ¿compraron La Jefa o los engendros de Annel, o prefieren, anhelantes -acezantes- ese que anuncia o ya ventoseó una Niurka de clítoris delirante? Allá ustedes. Pero cuidado…
Porque ahora, de súbito, trasero que habla en voz alta y nueva tufarada de unos intestinos constipados de pudrición, truena de pronto esa nueva descarga diarreica que entre veras y embustes destapa la letrina burbujeante de heces que es en esencia la política de nuestro país. ¿Alguno de ustedes compró o va a comprar Derecho de réplica, de un Carlos Ahumada? (¡Agh!)