El síndrome del vampiro

Lo afirmé en Radio UNAM y hoy lo reite­ro frente a la sañuda campaña con que al­gunos «medios» han descalificado la con­sulta popular sobre el energético. El vam­piro, mis valedores. Dotado de un poder infernal, es vulnerable en extremo porque su vida depende de unas victimas que se allega por el encanto de que está dotado, de ese hechizo y esa seducción con que las cautiva para con sangre ajena prolon­gar su alucinante existencia. Vayan uste­des tomando nota de tal obviedad

El síndrome del vampiro califica la simbiosis de la televisión y sus adictos. Más allá de su extraordinario poder como agente de civilización, educación y cultura, en manos mercantiles la TV ejerce un po­der equivalente para el sometimiento y la degradación de un televidente al que ma­nipula y enajena hasta un extremo tal que de homo sapiens lo reduce a simple homo videns, al que obliga a anular su capacidad de pensar y obedecer a lo pasivo, depen­diente y manso, cuanta ideologización le impone en provecho propio y perjuicio de una victima a la que así va domesticando día con día. Y qué aplastante poder y pro­tagonismo ha llegado a ejercer en nuestra vida pública hasta erigirse no en el cuarto poder que antaño se le atribuía a la pren­sa, sino en el poder total, que ejerce con los grandes capitales. Hoy, el duopolio es actor y testigo, juez y parte, guía, rector y factótum de la vida pública. Supremo ena­jenador ha terminado por doblegar no só­lo a las masas, sino a todo el aparato de gobierno del país. Tremendo, si, pero aquí su debilidad:

¿Que sería de Televisa y TV Azteca sin la mansedumbre, sin la domesticación, sin el acatamiento del televidente a su re­clamo? ¿Dónde quedaría su poder si, co­mo un paso inicial, los ciudadanos (ya no las masas) le aplicaran un boicot a las fir­mas comerciales que patrocinan los más perniciosos programas, comenzando por los noticieros? El monstruo necesita vivir, y vivir a su conveniencia. Para ello tie­ne, repito, y lo tiene de sobra, una formi­dable capacidad de hechizo y seducción, y la utiliza con una eficacia absoluta. Mí­renlo por ustedes mismos: ¿cuántas ho­ras de su tiempo vital, cuánto de sus neu­ronas van a endosarle al vampiro el día de hoy.

Pésima la influencia de esa que se ha erigido como la suprema «educadora» del país. Nefasta, y quien lo dude mire los da­ños que ha ocasionado en una comunidad a la que ha frenado en el avance del «pro­ceso civilizatorio». ¿Y? ¿Echarle la culpa al vampiro porque precisa de unas vícti­mas dóciles, obsecuentes? El ente televi­sivo lleva a cabo su dañino propósito de una manera admirable, y es dueño de más poder cada día: político, financiero, social, económico, etc. ¿Entonces? ¿Culpa de él o de la turba de ratoncitos a los que condu­ce al abismo con su flauta de Hamelín? Ya escucho a don Juan, mi padre:

«No me almiro de Sainas Pliego, m’hijo; no me almiro de Azcárraga. Me al­miro de unas masas aturdidas que todavía les ponen el pescuezo para que se sirvan con la mordida grande…».

Porque de todo lo bueno y lo malo que a escala política ocurre en el país de­pende, en primer y último término, de no­sotros, los 106 millones de televidentes que rechazamos la organización para el cambio. Lóbrego.

Mis valedores: cuándo la mente del paisanaje alcanzará a procesar esta verdad elemental y este hecho fehaciente, obvio, evidente: la televisión, como el Sistema de poder del que forma parte esencial, es el enemigo histórico de ese cambio histó­rico que con urgencia necesitamos y que nunca lo llevará a cabo ese mismo Siste­ma que, nidal de vampiros, no es el aliado de sus victimas, porque sus intereses no sólo no son los nuestros, sino que de los nuestros medra en su provecho. Pero fal­ta de cultura política: esa lógica elemen­tal no la alcanzamos a percibir, que en­tonces no daríamos el espectáculo de pa­sarnos la vida a reniegue y reniegue de lo «malos o ineptos» que son nuestros gober­nantes, ni nos pasaríamos la vida e-xi-gién-dole a todos esos vampiros que por cari­dad de Dios, ya no se alimenten de nuestra sangre; que por amor a nosotros se vuel­van vegetarianos.

Pero la errada voz de los guías oficio­sos, algunas de ellas de buena fe: «La sabi­duría de un pueblo reside en la capacidad de protestar».

No, Elena. No en su capacidad de pro­testa, no del reniego. La sabiduría de un pueblo reside en su capacidad de efectuar el cambio, la transformación que lo bene­ficie. (En fin.)

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