De mis recuerdos

Esta vez nuestro México, mis valedores, este México nuestro (y de los gringos, de los chinos, de los españoles, etc.), siempre fiel a sí mismo y a su espejo diario, pero cambiante siempre, renovado siempre, renacido como en una perpetua ceremonia del fuego nuevo y del Nuevo Sol. México, el nuestro, el de todos nosotros, de Washington, la mayor parte; de los mexicanos,  las sobras. Permítanme que recuerde los tiempos aquellos  que se me fueron para nunca más. Qué tiempos aquellos que no han de volver. A propósito…

He invertido en esta noble y vial más de dos tercios de mi propia existencia, que son los tercios del diario vivir una vida deleitosa a destellos y arrastrada las más de las veces, y  qué hacer. No lloro, nomás me…

Y el suspirillo…

Recuerdo los tiempos aquellos, cuando, a tamborazos bajado del cerro, arribé a esta ciudad capital todo engentado, todo encandilado y sin saber para dónde ganar, como allá decimos. Fue entonces cuando me avecindé en la colonia Morelos y caí a  vivir de arrimado en cierta vecindad de la Plaza del Estudiante, en la cálida cercanía de cines, piqueras, mancebías y mercados, en mi rostro el aliento cálido de Tepis Company. Yo, con aquella familia que me daba a valer, era feliz, pero lástima: por aquel entonces no lo sabía. Claro, sí, bien conozco el dicharajo: “el muerto y el arrimado…” Pero, no, que el arrimado apesta sólo cuando se trata de familiares. Con una familia de extraños uno nunca llega a apestar. Nunca con mis valedores de aquella benemérita vecindad. Me acuerdo…

Muy temprano a salir a la plaza y de ahí caminar unas cuadras, y mirar la barrriada, y olfatear sus humores, observar a sus gentes y captarles sus modos, a oírles, en síncope con el mío,  ese su dejo cantadito al hablar. Desde ahí contemplaba aquel raigón de  ciudad, la barriada, y me la bebía por los ojos, por todos los poros de la pelleja. Así, a diario iniciaba mi rendido amor por mi ciudad adoptiva a la que he demostrado mi amor con acciones, que eso son mis palabras dichas y escritas, y así hasta hoy.

En el recuerdo estoy viendo aquel retazo de mi ciudad: calles que se engrifan de beneméritos buscavidas, parques erizados de muchachejos que con cemento levantan sus castillos en el aire, basural en las cuatro esquinas espulgado a ladridos y hocicazos,  iglesias casi siempre vacías, y casi siempre repletas de clientes unas casas privadas de mujeres públicas; allá, públicos edificios abiertos siempre de par en par; sin guardias, sin armas largas, sin sistemas de circuito cerrado ni neuróticas medidas de seguridad; sin paranoias ni ese temor que años más tarde provocaba la mala conciencia de un Calderón tan amado del pueblo que lo forzaba a vivir encuevado o avanzar a zigzagueos (¡hic!) detrás de la bota cuartelera. Otro era el México que me dio la bienvenida. Otra mi ciudad capital.

Lo recuerdo: sentado en la banca del parque ver la vida pasar y pasar a las chilangas, que yo  todas las cosas de la vida, del mundo, del demonio y de la carne, las miro siempre a través del filtro femenino. Y ándenle, que en una de esas vi pasar a dos vejanconas tras la querencia de la miscelánea, la aguelita del mall. La del chongo canoso:

– Y ora qué iremos a hacer. Yo antes tan buenas pechugas, y ahora puros pellejos.

– La edad, Tulita, que no perdona.

– No las mías; las de gallina. Carísimas. Y luego la mala leche del comerciante, que nos esconde su leche, y esta escasez de huevos, que sólo arañarlos…

– Ora que huevos el de Los Pinos. Ese Díaz Ordaz

(Después.)

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