Ancianos

Senectud, cuántos suspiros se cometen en tu nombre…

Yo desde en la mañana arrastraba una indefinida depresión (ella me arrastraba a mí), y qué hacer, sino aferrarme al último recurso, ese que para unos es la botella, para otros el rezo, para Fox el Prozac, para Calderón el trago amargo del exilio y para Peña las ventas de cochera. El recurso, para mí, es acunarme en mis libros, y caprichos de la casualidad: apenas abriendo el volumen (poemas), a penas me remitió. Las tristuras, por conjurarlas, se refinaron.

Y no quiero morir. No quisiera morir – Amo la vida porque está colmada de poesía – Y de odio y rabia y lágrimas…

El suspirillo, las vagorosas tristezas. Ya cerraba el libro cuando el papel encogido a dobleces se me vino a las manos. Lo fui desdoblando, leyéndolo, contristándome al tenor de la tarde aterida de amagos lluviosos. Era un añejo mensaje sin principio ni término, amarillento de vidas y años,  en el que alguien que se confesaba viejo en edad (no “adulto mayor”, cursi eufemismo) aludía a su drama personal. Leí, y el anciano, ¿vive o muere a estas horas?

“…con engaños y  tras de sustraerme a la mala mis pertenencias, en un asilo me fue a encarcelar el menor de los hijos, el más amado de todos. ¿Cuándo ocurrió? Eso no logro ubicarlo, tanto se me ha raído la  memoria…

En el asilo acabé de envejecer. Pero, fuerzas de flaqueza, logré fugarme y  me vine a esconder de mis hijos, solo y mi alma, en este cuartucho de azotea, vecino de gatos y lavaderos, abierto a vientos, lluvias y carrasperas. (Afuera de mi covacha las palomas, a zureos, reniegan de la llovizna.)

Tarde de domingo. Son estas las más melancólicas para quien envejece de una soledad de lomo engrifado como gata en brama. Por  conjurarla me he puesto a abrevar remembranzas en mi altero de viejas fotos, que más me dañan que aligerarme el ánimo. Ahí, macollo de ausencias, el oficio de mis fieles difuntos: desvaídos rasgos de la que fue mi amantísima (canto, risa, el picor de la especia, el geranio, el no-me-olvides, el deseo encuevado en el catre de latón). Qué joven fui una vez…

Me he puesto a barajar mis fotos: hijas, partos, nietos, hijos ya muertos o aún más distantes: desbalagados, o todavía más: desagradecidos. Ah, esta herida que no cesa, el hijo fallecido por oscuro conflicto entre la sota moza y la sota de bastos. Ausente uno más, que de mi se ha olvidado,  pero cuyo olvido fue menos ingrato que el corazón de pedernal que me encerró en el asilo. En estas ácidas, oxidadas tardes de domingo, intento olvidar y recuerdo; procuro recordar, y olvido. Olvidar. Invoco el piadoso alzhaimer…

Obsesión: aún tan escaso de años y bienes como sobrado de ilusiones, fui padeciendo gozosas heridas de aquella sucesión de mujeres que, costras de las laceraciones, me dejaron no más que estas fotos, dedicatoria y fecha vetustas, y unos marchitos pétalos emparedados entre sonetos, rimas y redondillas. De súbito, el fogonazo: llegó ella, la Mujer, y ahora mi mente burbujea de romanzas y trovas, luna llena, mandolina y ventana grifa de dalias. Y aquí estoy, y avizoro el final, y porque esta soledad pesa como plancha de acero sobre mente y corazón, voy a enviar este mensaje a ver si alguno…”

Tengo un nudo en las palabras.

Aquí termina el escrito. El papel en la diestra, por la ventana miro una tarde que la llovizna torna remedo de anochecer, y de noche todas las tardes son pardas. ¿Quién sería el desdichado del clamor de auxilio? Su biografía, ¿no acaso, semejante a la mía? (Dolor…)

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