“… ahorcado, desnudo, y con un mensaje al pie. No ha sido identificado”.
Sin identificar el suicida como tampoco el reino de fábula donde ocurrió el deceso, por más que sí hay noticias del reyecito que “haiga sido como haiga sido” logró encaramarse en el trono y sentar en él sus dos reales. Era el tal un fulanillo de aspecto, voz y lenguaje mediocres hasta la médula, “uno chaparrito, peloncito, jetoncito, de lentes”, como lo describió uno de sus vasallos, y aquejado de hipo, que a cada rato: ¡hic!
Lo disfrazaron de militar. No lo hubiesen hecho: ahí le brotaron los instintos destructivos, y como andaba ebrio de cólera convirtió en cementerio su reino. ¡Cuántos miles de cadáveres caben en seis años de masacre y devastación, duelos, llantos y desesperación! Ante la tormenta de sangre derramada (muertos, heridos, desaparecidos, “daño colateral” de niños, mujeres, ancianos) unos culpaban a su insania mental y otros al vino (de consagrar. Era beato del Verbo Encarnado). Pero sería la cruda moral porque se le agotaban los tiros de su pistola o los días de tomar de blanco a los que se ponían al alcance de sus antiparras, lo cierto es que al reyecito le atacó una maligna depresión que ni el brindar a cada momento sus mejores capacidades en la administración del reino lograba amenguarle. Llamó entonces a su ministro de ¡salud!
– Prepárame una copa bien grande de algún bebedizo que remedie mi depresión.
Y sí. Viajes vienen y viajes van del botiquín guardado en el sótano (barricas de roble), pero nada: fórmulas añejas o recién embotelladas resultaron inútiles. Cada mañana el reyecito amanecía con la cruda depresión acentuada. Ni aun cifras, datos y gráficas de la cosecha de sangre que le presentaba el ministro de la defensa le mejoraban su humor.
– Le hago notar, majestad, que hemos aumentado la cuota de muerte con estudiantes, niños de escuela y hasta el 10 por ciento de “daño colateral”. De los tales no existen expedientes que registren su identidad. No se ejecuta juicio ninguno. Todo, según lo ordena su majestad, es impunidad.
El reuecito no estaba en su juicio. La depresión lo enajenaba. Y como ya me bebí la bodega de medicinas sin un buen resultado, acudir a la magia.
Y sí. A las “limpias” con ramas de hediondilla. Nada. Y qué hacer. Dénme más alcohol (friegas). Y fue entonces: cierto viajero se allegó al palacio:
– Para curar tu sed de salud y tu cruda depresión vístete con la camisa del hombre feliz.
Y a buscar días y meses al afortunado, pero nada; tanto rastrillaron el reino buscando al hombre feliz que en una de esas (no andaba en su pleno juicio. Insolación) se fueron a extraviar en un sitio desértico, y entonces: oh prodigio: en la tierra baldía el canto del hombre feliz, que al cantar castraba un espino para de sus semillas forjarse un taco. El reyecito:
– Hey, tú, ¿eres feliz?
– Lo soy, ¿tú gustas?
– Despójate de tu camisa, te la voy a privatizar.
Pero el hombre feliz no tenía camisa. “Tu reinado me dejó hasta sin camisa”.
– ¿Sin camisa y feliz? ¿De dónde esa felicidad?
– De que tú pronto te largas.
El reyecito nomás suspiró (a su manera ¡hic!)
Mis valedores: al descamisado lo acaban de encontrar ahorcado, y en el recado: “No creí que el reyecito tuviese la desverguenza de volver al reino, ni que sus víctimas lo permitieran, ni que yo, pendejo de mí, me alegrara con la coronación del sucesor, que mis calzones malbarató a los gringos”.
(¡Hic!)