Existen millones de mexicanos en el ambulantaje
Traumatismo global con enfriamiento de tibias, que por poco enfría la existencia del infeliz. Aquel domingo, por fin, había logrado dar con el paradero del vendedor ambulante al que días antes atropellé con mi volks. allá por el norte de la ciudad. Ahora allí estábamos mi única y yo ante el camastro del hombre en desgracia: ñengo él, despernancado, solo y su alma en la tarde del domingo, mortecina imagen de la humana soledad. De ganchete miré a mi Nallieli, su discreto suspirar. Ella, humanísima…
– Aquí nomás, viendo pasar la vida, aunque la única ventana da a ese muro de ladrillo. ¿Cómo fue que me localizaron?
– Le traje rosas –Nallieli.
– Y cigarros. Tabaco negro. ¿Le gustan los negros?
Nos dispusimos a hacer compañía al desvalido esa desvalida tarde tan melancólica como son para el solitario todas las tardes de domingo, muy a propósito para el fruncimiento del ánimo de los viajeros y los desahuciados, de los cautivos y los abandonados, de los que han llegado al límite en el áspero oficio del diario vivir. Desde su camastro, el despernancado nos sonrió con su desmolada sonrisa. “Ya no soporto el sentimiento de culpa”, le dije.
– Usted no se culpe, mi valedor. Culpe a mi mala estrella.
Mi única, mientras tanto, se ocupaba de cosas nimias, y tan humanas: que en la jarra haya agua fresca, que las revistas estén a la mano, que el cómodo no esté desacomodado. Nallieli, consuelo de los afligidos…
La crónica: días antes iba yo por la calle en el volks, cavilando sobre la crisis global de mi economía doméstica; ¿cómo solventarla? En eso, de repente, que a carrera tendida se me echa encima la vehemente faz de un vendedor ambulante (este que ahora lengueteaba el titán de grosella que le arrimó mi Nallieli). El buscavidas:
– ¡Tapetes baratos, patrón! ¡Chinos de Taiwán, fayuca legítima!
Con la testa negué y metí el segundón a la cucaracheta, pero caramba, que al parejo del volks. corría el de los tapetes, y con esta mano se pepenó a la portezuela y con esta otra y ante los mostachos me aprontó sus aguacates:
– ¡Sin semilla, patrón, cuánto ofrece por el guicolito!
Su testa en el interior del vehículo, su boca soplándome en la oreja izquierda la operación comercial. Aceleré mientras alzaba el cristal de la portezuela, y así avancé unos metros, cuando el estertor; “¡Agh…agh..!” ¡En la Tula (mi madre.) Y que meto el frenón, y que bajo el cristal. Pescuezo liberado, el vendedor tragaba tarascadas de smog. “No se preocupe, patrón, que ya estoy acostumbrado. Mire: relojes de plástico, Cartier, coreanos legítimos”.
Arranqué el volks., pero el hombre pegó un reparo y en el cofre se detuvo. Agua, franela y jabón. En precario equilibrio. A toda velocidad entraba yo en la glorieta, que tomé al estilo gángster, y el acelerón. A través del parabrisas, el vendedor aprontó un manojo de fotos: pechos al vapor, glúteos al aire, los sexos, su sonrisa vertical. Ante semejantes alardes femeninos doble ancho enrojecí de iracundia. ¡Cómo se atreve! ¡A mí enseñarme esa pornografía! ¡Suponer que yo fuese a adquirir mercadería tan rastrera! Yo, caliente ante pubis y nalgas a todo color (caliente por la iracundia) di un quebrón al volante, y el rechinón de los frenos, el derrapón de las llantas, y el buscavidas de la vía pública, atropellado.
Eché pie a tierra, y ya que había perjudicado al vendedor, le arrojé unos billetes, tomé el altero de pechos, glúteos y pubis, y…
(Sigo mañana.)