Salir con la frente en alto a pesar del dolor. La vida continúa…
Leí la frase del sentimiento trágico de la vida, venteé el estoicismo del héroe, su temple y serenidad ante el infortunio, y a la mente se me vinieron las levantadas figuras de la epopeya clásica. Eneas en la hornaza de Troya. Cuando Odiseo lo conmina a desterrarse con sólo lo que lleve encima, el héroe vencido, por no abandonar a su padre Anquises, se lo echa sobre los lomos: “es lo único que llevo encima”, y se retira con él. Si un gemebundo Aquiles ante el cadáver de su amado Patroclo, o si el héroe rebelde por excelencia, Prometeo encadenado a la roca del Cáucaso después de hurtar del Olimpo el fuego divino para con fuego convertir en divinos a los mortales. ¿Qué personaje, enfrentado a los dioses, al hado, a la Moira, pudo, al caer al hachazo del insobornable destino, levantar la testa y salir con la frente en alto a pesar del dolor, si no un estoico futbolista derrotado en el terreno de juego? Ah, mexicanos peritos en agonías y éxtasis. Tragedia como la suya es la de Gonzalo Gustios, empapado en sus lágrimas mientras va examinando las cercenadas cabezas de sus hijos, los siete infantes de Lara. Atroz.
Frente en alto a pesar del dolor, la del futbolista vencido, heroicidad vedada a nosotros los débiles, los del corazoncillo de jericalla, sensibleros que a flor de pupila cargamos esa furtiva lágrima que en ocasiones no logramos domeñar y que de improviso salta, rebelde, a la vista de todos, nos descompone los rasgos del rostro y lo colorea de vergüenza. Las lágrimas que la muerte nos vino a exprimir cuando se llevó a la madre Tula o cuando la vida, insensible, se raptó a mi Nallieli, que ya está fuera del mundo; y al retorcimiento de la dolencia cómo clamar simplemente, al tenor del futbolista vencido: la vida continúa. ¿Es vida la nuestra o sólo su apodo, su alias? Tula, Nallieli, mi juventud, yo mismo…
Y ya a la orilla de todo -medito – enloquecido- en lo que he sido- en lo que es ido…
Por ahí va el poeta. Y qué hacer. Mis valedores: el mediodía del domingo anterior escuché a los dolientes más allá de las bardas de residencias clasemedieras de la Guadalupe Inn, desgarrados clamores de varón, de mujeres, infantiles. Escuché sus pataleos en muros y puertas. A los lacerados de la derrota miré derruidos en los pastos del parquecillo cercano y observé su drama. ¿Qué trecho de tu vida puedes haber transitado tú, al que ví desmorecerse de dolor, con tus veinte años apenas, a penas? Tú, el de calva incipiente, que con lágrimas asperjabas los rumbos de la rosa, ¿eres, tal vez, más ecuánime que ese al que miro increpar, contra el cielo los puños, al árbitro, al destino, a un Dios padre que en la cancha se te vuelve padrastro? Ah de esas fauces vomitando improperios a tarascadas en un rostro de rasgos distorsionados, animalados, chamuscados en el dolor que se expresa a gemidos brotados del corazón. De repente la enajenada mediocridad:
-¡Arbitro hijo de tu puta madre!
Frente en alto y bocaza abierta de par en par, el sufrimiento requema los ojos del anciano. Volcán que se apaga, sus pupilas aún rezuman lloraderos de humedad, grietas resecas por las cataratas, contrasentido patético.
Mediodía del domingo, festival de la lágrima, del rabioso llorar, del clamor lamentoso y el abrojudo vozarrón:
– ¡Viva el Piojo, y el árbitro puto que “nos” sacó del mundial tizne a su madre!
Puta y puto, tu lenguaje. Ah, el oficio de la mediocridad. Ah, la enajenación. Ah,
mexicanos. (Ah…)