El futbol, mis valedores. Va aquí, memorioso, el relato de mis años mozos, los de mi primera juventud (hoy vivo la quinta, pero a todo vivir en amor y compañía. Qué más. Qué mejor). Recuerdo que posaba mis dos reales en el graderío del estadio y enronquecía vomitando porras al “equipo de mis amores”, frase de los Angel Fernández y Fernando Marcos, merolicronistas de aquel entonces en cuyos fervorines encendí mi sangre y vitoreé a “mis” chivas. Qué tiempos…
Hoy día, porque percibo una atmósfera irrespirable con las cubetadas de saliva con que los mercachifles del duopolio encienden los sesos y los esos de los pobres de espíritu, va aquí la añoranza de “mis” chivas del Guadalajara. Yo, un manipulado más, que sin nunca hasta entonces haber tocado un balón y a dos nalgas frente a aquel cinescopio todavía maniqueo, que todo el mundo percibía blanco o negro, sin más, me apropié de las “hazañas” deportivas del chiverío y con ellas, mentecato de miércoles, fui héroe a trasmano, como tantos de hoy. (De esa la mugre me lavé a tiempo, como también del licor, el cigarrito y el cinescopio. Ya despojado de esas sucias escamas, entonces sí, a vivir. Y así hasta hoy.)
Hoy, ante el aquelarre de unos pichoncitos lampareados a los que los alquilones de la TV me los traen de mirones en brama futbolera, pienso en los tiempos, qué tiempos aquellos, en que fui uno más dentro de esa escalofriante escandalera. Yo, fanático del futbol. Horroroso.
El estrépito de la copa mundial me lleva a recordar mis tiempos de Perra Brava, y al filo de la nostalgia rememorar el perfil de las Chivas de los 60s, cuando no había en todo sol general un más delirante fanático, ni un más gritón ni un más alborotero, en la zurda el cigarrito y en la diestra el lúpulo. Atroz.
El Guadalajara pues, aquel rebaño de las fragorosas contiendas contra los margaritones del Atlas, los mulos del Oro o el aborrecible América. Presentes tengo en la mente a los once símbolos chivas, “héroes” que tenían los tamaños de un Héctor Hernández, canela pura, goleador de veras. Ah, driblador de prosapia; aquella su suavidad para escamotear el esférico, burlar al contrario y lanzar el trallazo que va a tronar en el mero corazón del marcador. ¡Héctor Hernández, me estoy poniendo de pie!
Recuerdo a «mi» Chava Reyes, el cabeza de melón: fino a la hora de esconder el esférico, pasarlo, desmarcarse, recibir como mandan los cánones, fusilar y ¡el Guadalajara se trepa en el marcador! «Mis» chivas…
Bujía del equipo, batallador incansable, te recuerdo ahora, Chololo Díaz; calzones guangoches y esa tu marunga que hoy apodan chanfle, y que en las manos del guardameta rival fue brasa y pólvora, para enseguida…¡gol! Isidoro Díaz, el Chololo…
Fino porte, señorío, verticalidad; chiva por antonomasia, el capi Jaso postulaba en cada disparo al arco su filosofía futbolera: fuerte, raso y colocado. ¡El capi Jaso toma el esférico, se pica por el área central, dribla a un contrario, dribla a dos, dispara y …¡gol de la chiva contra los Cremas del Tigre Azcárraga!
A ti te miro en mi mente, Chuco Ponce mentado, constructor de juego y habilitador de unos pases en profundidad que se encargaba de convertir en anotaciones aquel afamado Mellone Gutiérrez. Y quién no se alza escuchando tu nombre, pasta de inmortal Mellone, que burilaste aquel gol que te iba a convertir en ídolo de todo San Juan de Dios y anexas, gol anotado de nalga; la zurda, para más mérito. Mellone Gutiérrez y… ¡Goool! (Enronquecido gañote, sigo mañana.)