El Cristo del Buen Amor, mis valedores. Lo visito en su casa cuando calculo que más solo está, cuando más se agradece la compañía del amigo. La mía es una visita desinteresada, no la del que se presenta de pedigueño, con el problema atravesado y a golpes de pecho tratando de merecer el consabido milagro. Yo no.
Yo, si visito al Cristo, es sólo para platicar de esto y de aquello, de minucias a ras de suelo, de esas que ocurren a diario al hombre común, como lo somos el de la cruz y su amigo. Cristo del Buen Amor.
Y cuánto silencio en su casa, qué serena quietud. El zurear de alguna paloma, el tenue aroma de resina quemada, y la paz. Y qué comunicativa resulta una soledad contenida por mucho tiempo. El anfitrión y su visitante de amigo a amigo el tiempo se pasan abriendo de par en par la espita de las confidencias: tristuras, dolencias, recuerdos, alguna repentina alegría. Ahí, en la penumbra del recinto y a medias de la tarde cenicienta del viernes que para mí fue de viernes santo, dos soledades se trenzaron en diálogo de peritos en soledad y abandono. Lo oí suspirar.
Fue una corazonada el motivo que me llevó visitarlo. Un impulso indefinido, una vaga necesidad me llevaron hasta el templo del Buen Amor, y fue entonces cuando sentí que el crucificado padecía de un sufrimiento inusual. En su rostro le advertí aquel rictus de dolorimiento, de mortificación. Qué le ocurre, me atreví a preguntarle. Con los puros ojos. Y así se inició el hilillo de las confidencias.
Qué diferencia con la visita de anteriores días. Contento me recibía y contento desataba conmigo el hilo de las confidencias, todo ello con los puros ojos, porque cuando dos se quieren bien a miradas se vacían el corazón. Pero esta tarde me lo vine a topar silencioso, retraído, como si un nuevo dolorimiento, más allá de la cruz y sus alcayatas, me lo estuviese mortificando. Volvió a suspirar, y fue entonces cuando algo espinoso en el ánimo le noté en esta ocasión. Como si una soterrada dolencia le oscureciese los rasgos del rostro. Lo interrogué de mirada a mirada; de mirada a mirada me contestó, y fuimos entonces dos ánimos contristados, y qué hacer, si no se puede dar lo que no se tiene, y yo consuelo ninguno experimentaba. Por la nariz me pasé aquel cacho de papel. Tal vez algún milagrito, me atreví a sugerirle y lo vi sonreír ante lo desatinado de mi proposición. Ahora el del suspiro fui yo…
Que me agradecía la visita y la buena intención, me lo dijo con sus pupilas. Yo, estreñido el gañote por la mortificación, me refugié en el silencio, y él: “Lo estoy escuchando. Con su modo de mirar me lo dice”. Y es que mi amigo me conoce mejor que yo mismo. Me lee el cogollo del corazón. Nada necesito revelarle con palabras. Cristo Jesús…
A casa me llevé la mansedumbre de su rostro anubarrado por el agobio y me fui en derechura a dormir, pero el sueño andavete. La tristura me apachurró los costillares y me espantó el sueño, porque habiendo dejado a mi amigo con su pena completa, completa la traje conmigo, misterios que son de la amistad y el amor.
Y aquí estoy, despierto a deshoras, dolido ante el padecimiento del Crucificado hoy que su altar es un nuevo Calvario, ¿y saben ustedes por qué? Porque teniendo a su diestra la imagen de María su madre, sotanas desaprensivas la desalojaron de su sitial para arrumbarla en la sacristía porque en ese nicho van a trepar, sayón dispuesto a clavar su lanzón en el derecho costado del Cristo, ¡una estatua de Juan Pablo II!
Polaco nuevo, dónde te pondré. (¡Dios!)
A instancias de un amigo tuve la oportunidad de volver a saber de Tomas Mojarro el inconfundible «valedor» que un muchas ocasiones escuchaba a través de Radio UNAM. Me da mucho gusto saber que sigue vigente a través de esta página WEB. Le deseo mucha salud, que lo demás espero le venga por añadidura. Con afecto.